15 de julio de 2014

Escribir como profesión

Para quienes no tuvimos la suerte de nacer en cuna de oro, la vida como escritor no es fácil. Como simples mortales clasemedieros (en el mejor de los casos), también nos sumergimos en la corriente del sistema económico neoliberal para encerrarnos por horas en un trabajo que nos permita sustentar una vida dedicada a la escritura.

Los lectores a menudo tienden a idealizar la actividad del escritor. Tal vez sí hay quienes nos despertamos a las 6 o 7 de la mañana y seguimos una rutina puntual cada día. Sin embargo, hay tantas cosas que quedan al margen que con frecuencia se desvirtúa la labor del escritor.
En mi caso, como muchos otros, tuve la mala (o buena, según la perspectiva) suerte de caer en la profesión periodística, una actividad que demanda mucha atención, tiempo y esfuerzo, sumados al estrés que acompaña a esta labor.
Tal vez no sea el oficio adecuado para alguien que necesita escaparse del mundo por un momento para ver la realidad desde otra perspectiva. El periodismo te exige estar ahí, disponible las 24 horas del día, siempre al pendiente de las notificaciones en el teléfono, las llamadas “inoportunas”, la corrección de notas y artículos en ocasiones tan indescifrables como la tipografía que utilizan y otros tantos detalles que hacen de esta profesión algo “hermoso”.
Vivir a la sombra del periodismo, si se piensa como escritor, también tiene sus ventajas. Aprendes a detectar errores con mayor rapidez, además de tomar un ritmo para cada cosa, aprovechando cada segundo del día porque ese instante puede marcar la diferencia entre recibir una noticia a tiempo o ya muy tarde.
Llevo ya siete años atado a este ritmo que ofrece el periodismo. En todo este tiempo he aprendido mil y un cosas, desde analizar todo tipo de discursos hasta crearme una disciplina para escribir y revisar. Es un proceso que a menudo pasa desapercibido para los lectores. Ellos tienen el producto final ante sus ojos: un libro que le ofrece diversas experiencias (gratas o no) y le permite abrir su mente a otras posibilidades.
No obstante, hay muchas historias detrás de cada libro, desde el manuscrito perdido, la corrección de “errores”, los cambios de último momento cuando la edición final está a punto de ser enviada a imprenta, las tazas de café o los tarros de licor suficientes para concluir ese párrafo crucial o el cierre de un poema, las noches en vela para continuar “una cuartilla más” o quizás las doscientas treinta y cuatro horas extras para completar el siguiente pago a la editorial y que nuestro libro por fin pueda ver los ojos del lector...
No digo que los escritores de clase media alta no pasen por dichas tribulaciones, pero gozan de ciertas ventajas que otros no tenemos y, sin embargo, por algo se empieza. El autor no vive de regalías a menos que sea J. K. Rowling. Los premios literarios tampoco llegan con el correo de la mañana un día sí y el otro también. ¿Qué opciones quedan, pues?
En mi caso, que no tengo paciencia para gestionar recursos en instituciones o editoriales, me he dedicado a trabajar para ver mi escritura plasmada en un libro impreso. Quisiera decir que el proceso termina ahí, pero el libro como mero objeto no es suficiente: aún falta que ese libro llegue a manos de un lector y para eso uno debe empatar el trabajo con la difusión del material propio.
Cuando entré por primera vez a la oficina de Texere Editores (una oficina que te dejaba sin aliento por la escalinata para llegar ahí), desconocía el proceso después de imprimir un libro. Eso fue en julio del 2011. Desde entonces, la editorial ha crecido bastante y en este tiempo también he sido testigo del compromiso que tiene el personal con sus autores para apoyarlos en esta tarea de difusión.

Quienes debemos trabajar para ver nuestros libros impresos, este detalle es un plus que enamora.

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