19 de febrero de 2018

“Sentimientos carroñeros”


Cada cierto tiempo el monstruo en el espejo logra romper sus amarras y aparece a medio reflejo. Sonríe. Sabe que una crisis se aproxima y podrá mostrarse tal cual es ante los ojos del mundo. El problema es que nadie está preparado para la crueldad de los monstruos ajenos. Y aunque uno entienda su lenguaje, no somos capaces de traducir los signos a los otros.


Es una batalla que se libra dentro, incluyendo el pensamiento, y agota tanto luchar a solas contra ese monstruo. A ratos la cordura parece la constante y, de pronto, algún detalle, algo mínimo, casi imperceptible, hasta una expresión que parecería inofensiva, desestabiliza lo construido con esfuerzo y todo se derrumba.

En esos momentos de cordura he intentado interpretar los símbolos de una Ana vestal más peligrosa que el canto de las sirenas. “Los hijos de Ana”, mi tercera novela, es un intento por mostrar qué ocurre dentro, aquí donde las voces no ceden al impulso de la no-existencia. No es una guía; un boceto, quizás. Un acercamiento a esto que vivimos muchos en silencio.

Mientras escribo esto Ana grita en los escombros de la boca para hacerse escuchar. Ignoro cuánto tiempo más pueda resistir. Es agotadora esta dinámica de tratamiento-recaída en un círculo que parece no tener salida. Y la situación se torna cada vez más grave, más peligrosa, más amenazante para una vida que no tiene a qué aferrarse.

En “Los hijos de Ana” hablo de mí y de otros, hablo de este monstruo que nos habita, hablo de aquellas historias que se perdieron en alguna conversación virtual, muchas de ellas (la mayoría) hoy encerradas en los abismos de la tierra. Por mucho que intentara mantenerme al margen, Ana teje sus redes de forma misteriosa y te arrastra a la frontera entre la vida y la muerte, la existencia y la no-existencia.

En esa ruta uno pierde la voluntad de vivir y la voluntad de existir. Y como ocurre con el hambre (a menudo el alimento cumple con ser un satisfactor inmediato), uno puede encontrar “motivos” que den pequeñas razones para vivir (para existir). Sin embargo, una vez cumplido el satisfactor inmediato la esencia se pierde y uno cae más al fondo del abismo.

Una ciencia que generaliza sus diagnósticos y pretende ajustarlos bajo un mismo tratamiento poco ayuda a la recuperación de quienes viven bajo el tormento de Ana en sus diferentes manifestaciones. No se elimina la falta de voluntad para vivir y voluntad para existir con el alimento cotidiano. Al contrario, de ese modo únicamente se prolonga la agonía.

Quiero pensar que “Los hijos de Ana” contribuirá a poner los ojos sobre esa otra perspectiva que ha sido ignorada por la ciencia. Ana, por mucha crueldad que represente, puede ser solo un síntoma de algo más grave y que ha pasado inadvertido ante los ojos de la ciencia. Sobrevivir es la clave, ¿pero a costa de qué?

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