Cada cierto tiempo el monstruo en
el espejo logra romper sus amarras y aparece a medio reflejo. Sonríe. Sabe que
una crisis se aproxima y podrá mostrarse tal cual es ante los ojos del mundo.
El problema es que nadie está preparado para la crueldad de los monstruos
ajenos. Y aunque uno entienda su lenguaje, no somos capaces de traducir los
signos a los otros.
Es una batalla que se libra
dentro, incluyendo el pensamiento, y agota tanto luchar a solas contra ese
monstruo. A ratos la cordura parece la constante y, de pronto, algún detalle,
algo mínimo, casi imperceptible, hasta una expresión que parecería inofensiva,
desestabiliza lo construido con esfuerzo y todo se derrumba.
En esos momentos de cordura he
intentado interpretar los símbolos de una Ana vestal más peligrosa que el canto
de las sirenas. “Los hijos de Ana”, mi tercera novela, es un intento por
mostrar qué ocurre dentro, aquí donde las voces no ceden al impulso de la
no-existencia. No es una guía; un boceto, quizás. Un acercamiento a esto que
vivimos muchos en silencio.
Mientras escribo esto Ana grita
en los escombros de la boca para hacerse escuchar. Ignoro cuánto tiempo más
pueda resistir. Es agotadora esta dinámica de tratamiento-recaída en un círculo
que parece no tener salida. Y la situación se torna cada vez más grave, más
peligrosa, más amenazante para una vida que no tiene a qué aferrarse.
En “Los hijos de Ana” hablo de mí
y de otros, hablo de este monstruo que nos habita, hablo de aquellas historias
que se perdieron en alguna conversación virtual, muchas de ellas (la mayoría)
hoy encerradas en los abismos de la tierra. Por mucho que intentara mantenerme
al margen, Ana teje sus redes de forma misteriosa y te arrastra a la frontera
entre la vida y la muerte, la existencia y la no-existencia.
En esa ruta uno pierde la
voluntad de vivir y la voluntad de existir. Y como ocurre con el hambre (a
menudo el alimento cumple con ser un satisfactor inmediato), uno puede
encontrar “motivos” que den pequeñas razones para vivir (para existir). Sin
embargo, una vez cumplido el satisfactor inmediato la esencia se pierde y uno
cae más al fondo del abismo.
Una ciencia que generaliza sus
diagnósticos y pretende ajustarlos bajo un mismo tratamiento poco ayuda a la
recuperación de quienes viven bajo el tormento de Ana en sus diferentes
manifestaciones. No se elimina la falta de voluntad para vivir y voluntad para
existir con el alimento cotidiano. Al contrario, de ese modo únicamente se
prolonga la agonía.
Quiero pensar que “Los hijos de
Ana” contribuirá a poner los ojos sobre esa otra perspectiva que ha sido
ignorada por la ciencia. Ana, por mucha crueldad que represente, puede ser solo
un síntoma de algo más grave y que ha pasado inadvertido ante los ojos de la
ciencia. Sobrevivir es la clave, ¿pero a costa de qué?
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