20 de agosto de 2013

El peso de la memoria


Dicen que «recordar es volver a vivir». Para algunos (la mayoría), ese mirar al pasado es la suma de experiencias acumuladas en un rosario que da forma a una vida. Cada cuenta es un instante (curioso: no recordamos secuencias completas, sólo un instante, detalles, algo fugaz).
En la suma de los días también se acumula «una de cal por las que van de arena»; es decir, la memoria de la vida es un conjunto de experiencias que nos pueden llevar de la risa al llanto, pasando por una gama extensa de emociones que abarca también el miedo, la euforia, la incertidumbre.


Recordar, además, nos posiciona en un punto neutro: situados en un «no-espacio»/«no-nada», evocamos un «espacio»/«algo», independientemente de su relación con el tiempo. Los recuerdos no vienen en secuencia lineal. Acuden a la mente (a los ojos del instante) a partir de sensaciones: un aroma que remite a la infancia, que remite a un color, que remite a una brisa de verano, que remite a una silueta, y así.

Si el acto de «recordar» surgiera de manera consciente, respondiendo a la voluntad del individuo, no habría momentos «en blanco» donde se interrumpiera una secuencia. Veríamos el camino recorrido de forma objetiva, una experiencia medida en «tiempo»/«espacio». Sin embargo, la memoria es materia frágil, inestable, imprevisible, efímera.

En ocasiones deseamos recordar «algo»/«alguien» y se nos consumen las neuronas de ponerlas a trabajar (a marchas forzadas, si es necesario) para precisar eso que no viene a flote. ¡Qué inquietud! ¡Qué impotencia! Y es cuando decimos: «lo tengo en la punta de la lengua».

En otros casos emergen frente a uno imágenes que parecen cercanas, pero son desconocidas. Son instantes en los que no nos reconocemos. Deja-vú. Regresión. Vidas pasadas. Y sin embargo ahí están (imposible negarlo), son imágenes sin origen preciso, habitándonos la piel, como fantasmas que se posesionaran de uno mismo hasta llevarlo al «des-conocimiento».

En última instancia quedan las memorias que se estancan y no dejan fluir otros recuerdos. Aquí es donde habito. Una memoria que habita en todos los rincones de lo cotidiano. Ahí estoy en el espejo, en la mirada errante, en la cuchara que remueve el café, en el viento de abril o la luna de noviembre; en el misterio y la pasión, en la duda y la certeza. No tengo rostro. No tengo nombre. «Soy».

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