11 de agosto de 2014

Temor de “ser”

A principios de este año alguien en quien confiaba, en un momento de locura, drogas y alcohol, decidió tentar al destino en una especie de ruleta rusa, arriesgando el todo por el todo, pero ignoró olímpicamente que en el mismo auto veníamos dos personas ajenas a su voluntad. El resultado: un aparatoso accidente en el que yo debí quedar prensado, sin posibilidad de seguir con vida, hoy, en este instante en el que escribo estas líneas.

         Unos lo llamarían “milagro”. Pero salí ileso no por la mano de algún ser divino. Mi extrema delgadez me permitió sobrevivir en cuclillas al impacto del vehículo a toda velocidad contra un poste al otro extremo de la avenida, un poste que, al abrir los ojos, estaba justo en mi costado, a unos centímetros de mi cuerpo reducido a un manojo de nervios e histeria porque, he de confesar, me aterran los espacios reducidos (claustrofobia, le llaman comúnmente).
         La experiencia que me dejó el incidente debería haber bastado para “abrir los ojos” y arrojarme a la vida “en serio”, con una actitud positiva, abandonando los fantasmas que me consumen día y noche porque hablan de la sombra en el espejo. Sin embargo, no soy la clase de personas que asimilan en la cotidianidad una página más de un libro de Paulo Cohelo. Al contrario, me empeño en vivir un drama fragmentario porque este dolor me recuerda la posibilidad de “estar vivo”, con todo lo que ello implica.
         Después de esto, no temo la muerte: me aterra la posibilidad de seguir con vida. En mi camino los demás se han forjado una imagen de mí con la cual no me identifico. Mientras “los otros” admiran la publicación de dos libros (y otros más en la lista de espera), mi rutina laboral, aquellas frases “ácidas” que suelo publicar en las redes sociales y otros detalles que, en suma, conforman un “Yo” ajeno al nombre; me miro en el espejo y solo veo un cuerpo que ansía escapar de sus propios límites.
         Pertenezco a una estirpe denominada “los hijos de Ana”. Demasiado sensible para ser “Yo”; abyecto, corrosivo, ausente, fantasmal. Una silueta que busca fundirse con el entorno hasta ver minada su existencia. Pero aquí estoy. Vivo por inercia, porque en este corazón aún late un poco de vida en espera de que algo en realidad me estremezca a tal grado que pueda arrojarme a las horas que transcurren sin otra emoción que el abandono y la desesperanza.
         No tengo más patria que este cuerpo y, sin embargo, vivo en exilio, desterrado a los límites de la existencia. ¿Llamar la atención? Parece algo fútil cuando uno es Quimera Falconiforme: un monstruo cambiante, de colores atractivos y un plumaje de artificio dispuesto para atraer a la “presa” y luego devorarla por instinto. Algunos lo llamarían crueldad. No obstante, es parte de mi naturaleza.
         Quisiera ver a aquellos que “juzgan” con dedo inquisidor sumergidos en la misma piel que habito. Aquí no hay amor, no hay esperanza, no hay idea de felicidad que dibuje una sonrisa en este rostro de mentira. Aquí dentro habita el polvo, la pesadilla de sentir dolor ante cualquier roce con el cuerpo; aquí habitan la noche y su locura, una sinfonía de voces que a cada latido me repiten: “no eres suficiente”. ¿Debilidad? Yo lo llamaría “resistencia”.

Hice un altar.
Puse una vela
frente al espejo
para adorarme

en el vacío de mis ojos.

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