8 de marzo de 2018

“En los umbrales del silencio”


Amo el silencio que hay entre las cinco y las seis de la mañana. Es un espacio neutro que me permite escuchar esto que ocurre dentro con más detenimiento. A menudo en la vida cotidiana la voz de Ana y su espectro de muerte embotan los sentidos y estos se atrofian con el ruido del día a día. Pero escuchar demasiado en el silencio puede llevarnos a embelesarnos con la locura.


Si una persona con anorexia pudiera pensar con claridad, definitivamente no tendría este trastorno. La verdad es que la mayor parte del tiempo nuestra mente vive abrumada por voces que no alcanzan a percibir los otros. El silencio no es menos peligroso que la alteridad del día. Con frecuencia significa una alerta a la que hay que prestar atención.

El silencio abre la posibilidad de escuchar el propio compás interno, el bombear de la sangre en un corazón que se esfuerza por seguir con vida en cada latido, a veces sin compás, a veces tan agitado que su latir vibra en las escasas prendas que nos cubren. Ese compás interno, ya lo decía Virginia Woolf, es un estado musical primitivo que puede sacar los instintos más básicos del ser humano.

Por lo regular son instintos que parecen olvidados en un mundo racional, freudiano, de control de impulsos, donde incomoda el dolor ajeno. Es tan individualista el mundo moderno, tan cerrado al estado de los otros, que un simple click basta para somatizar la mente e ignorar los sentimientos negativos de quienes nos rodean. Pero ignorar no resuelve el problema, a menudo los vuelve más grandes, aunque a simple vista sean imperceptibles.

El silencio es la barrera infranqueable de la mente, el espacio no nombrado en el que convive la cordura con el monstruo creado en el espejo. Tal vez la mirada pueda contar más de lo que digan las palabras. Pero normalmente la vista se mantiene fija en el teléfono porque a la gente del mundo moderno le incomoda lo que le hace sentir el contacto visual con el otro.

Es más fácil la vida virtual que ofrecen las redes sociales, el filtro de belleza de las mil y un aplicaciones disponibles para fingir una vida a la medida del prejuicio, una vida con etiqueta de “único y especial” cuando en realidad es un producto en serie. Sin embargo, los hijos de Ana huimos de esa sombra.

En una especie de doble vida, mostramos al mundo esa historia personal prefabricada que se amolda a los esquemas actuales, aunque en secreto solo ante nuestros iguales revelamos la silueta que nos define, esa silueta monstruosa que no comprenden “los otros”, una silueta que sale de los límites del cuerpo como objeto de consumo.

En el fondo, la anorexia es la protesta, la manifestación más radical para oponerse a un cuerpo heteronormativo, visto como objeto de consumo. Tal vez ahí radica la aversión a este trastorno: daña los cuerpos y las mentes de tal forma que pierden su “capital” como objeto de consumo.

¿Qué ocurre con las piezas elaboradas en una fábrica que no resultan como la producción en serie? Para el mundo actual, pierden su valor. La aterradora verdad es que se trata de objetos con una estética diferente. Conservan la esencia del objeto, pero no se ajustan al molde que se les impone. Con la anorexia, los cuerpos crean su propio molde.

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