4 de febrero de 2019

35. La ruptura


Yo ya estaba muerta mucho antes de nacer. Una vez en este mundo solo vine a constatar que “vivir significa estorbar”. Qué palabras tan duras de Wislawa Szymborska para describir un estado de abyección en el que la última aspiración es la voluntad para vivir y la voluntad para existir. Abrir la conciencia a ese grado de verdad representa una ruptura contra los ideales sobre el propósito de la vida.

         Vivir, al igual que la felicidad, es una aspiración personal construida bajo circunstancias individuales y aunque cada cabeza es un mundo, mi cabeza es más un agujero negro que devora cualquier sistema de creencias y deja únicamente el rastro de lo que alguna vez fue.
         Pocas veces nos detenemos a analizar hasta dónde las aspiraciones de vida corresponden más a una imposición social y hasta qué punto llevan más peso que los ideales propios. Andamos por las sendas creadas sin atrevernos a abrir camino porque, como los animales domesticados, nos es más fácil una vida sobre un entorno conocido.
         El día que rompí con ese esquema yo aún no mudaba de dientes. En esa etapa en que la infancia parece ser sinónimo de ternura e inocencia, mi corazón ya era barro fragmentado envuelto en una bruma de cenizas. De haber cerrado mi conciencia, tal vez hubiera tenido una infancia más prolongada, una donde hubiera descubierto una felicidad sencilla, con una vida simple.
         Pero nací y crecí en mi primera infancia bajo la consigna de mi madre repetida en silencio al calor de las brasas: “la vida duele”. Pensaba que ese dolor se limitaba a la experiencia física hasta que un día descubrí que había otra especie de dolor más intenso y difícil de trascender: la pérdida.
         Ella colgaba de una viga con su bata blanca. Los labios ya estaban morados cuando abrí la puerta y descubrí su cuerpo inerte. No respondía a mi llamado. Nunca respondió. Me aferré a su cuerpo tres días hasta que mis ojos ya no tenían lágrimas para derramar. Era martes, 14 de febrero. Ese día se abrió el capullo para dar luz a la polillas que hoy me habitan.
         Yo ya estaba muerta mucho antes de nacer. La luz de la vida fue y ha sido mi condena. Nunca fui producto del amor: alguien más se pensó dueño de su cuerpo y le negó la posibilidad de elegir. Vine al mundo en los ojos de mi madre, ojos color de nube, tan extraños ante la mirada de los girasoles.
         En mi soledad he transitado por diversas experiencias de dolor, algunas más intensas que otras. La ruptura temprana con la vida dejó una huella incapaz de ser borrada y aunque tuve coraza de amazona, por dentro yo era incertidumbre.

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