22 de febrero de 2019

53. El daño


En el Oriente hay una antigua práctica en la que los objetos que se han roto son reparados con incrustaciones de oro. Así se conservan los objetos con los que guardamos algún apego, incluyendo las marcas del daño, pero con valor agregado: el daño se transforma en belleza.

         En la vida enfrentamos numerosas batallas que dejan huellas (cicatrices) para recordar lo que transitamos y esas huellas rara vez las observamos con el enfoque tan sabio del Oriente. Nos dedicamos a contemplar esas heridas y nos enfrascamos en el recuerdo de la experiencia negativa.
         No es una situación generalizada, aunque es frecuente, tanto como los casos en los que alguien sufre algún daño (de cualquier tipo). Incluso hay ocasiones en las que se llega a pensar que, de tanta frecuencia en daños, uno atrae dichas experiencias o que incluso el destino conspira en nuestra contra para condenarnos.
         Rara vez pensamos que nosotros podemos ser objetos o sujetos de daño. Es más cómodo pensarse víctima que victimario porque eso nos justifica ante la experiencia negativa. Y, sin embargo, en algún momento también hemos provocado un daño irreparable. Recuérdese que ningún daño se puede borrar, se conservan incluso las cicatrices. Después del daño, uno no es el mismo.
         Hay una frase muy gastada en estos tiempos modernos para hacer mofa de una circunstancia: “¿quién te hizo tanto daño?”. Una burla si se considera el contexto de la frase, utilizada cuando la experiencia de una persona responde a otras reglas que no necesariamente se ajustan a una lógica mayoritaria.
         En mi transitar por este mundo he sufrido numerosos daños, quizás en la misma proporción que el daño que he infligido a otros. Todo inició cuando fui traída al mundo (seguiré insistiendo hasta el cansancio en que no vine, me trajeron al mundo). Ahí se rompió una parte de mí que estaba unida al cosmos y, aunque minúscula, tenía una función en esa inmensidad.
         Una tras otra se han acumulado las huellas del daño, experiencias negativas que se aferraron a mi memoria y me condujeron a otro estadio: el daño a sí mismo. Después de tanto tiempo en el dolor no se genera inmunidad, aunque la sensación disminuye e incluso puede llegar a convertirse en placentera (recuérdese la dinámica del sadomasoquismo).
         Tal vez las huellas más visibles del daño se muestran en mis cicatrices distribuidas por todo el cuerpo. Heridas autoinfligidas durante las cuales el correr de la sangre me dio un poco de sosiego. Pero hay heridas más profundas, en el espíritu, esas que me torturan y con las que me torturo porque en mi locura, prefiero herirme a herir a los demás.
         En última instancia, uno vive lo que puede soportar. Lo demás es parte del silencio.

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