16 de febrero de 2019

46. El malestar


“Mente sana en cuerpo sano” parece un mantra que se impone cada cierto tiempo en la historia, periodos en los que predominan determinadas siluetas como un estereotipo de la “belleza” mientras florece una escritura humanista que pretende establecer nuevas perspectivas sobre la existencia. Estar fuera de todo ello conduce a una especie de malestar por la no correspondencia con dichos esquemas.

         No tengo una mente sana y mi cuerpo está muy lejos de estar sano. Vivo en la locura de mis pensamientos, ahogando las memorias en alcohol porque la vida me parece insoportable. Esto me hunde en circunstancias de malestar, aunque de otra variedad. Me es irrelevante si atiendo o no a los esquemas de mi tiempo. Este malestar viene de dentro, aquí, debajo de los nervios que me cubren.
         Si la vida fuera otra posibilidad, algo más donde participara la voluntad, quizá tendría un poco de esperanza y fe. Pero renuncio a diario, a cada instante, en un constante autosabotaje porque me aterra avanzar en el camino. Debería decir que me he dedicado a vivir, pero ha ocurrido lo contrario: hice de la vida un tejido imaginario que pudiera perdurar más allá de mí.
         Se ha dicho que los malestares físicos corresponden con algún malestar espiritual. Por ejemplo, en teoría, el dolor de garganta se refiere a las palabras que callamos. El dolor de estómago, a las emociones contenidas. El dolor del pecho, a la pérdida y el duelo. El dolor de cabeza, demasiados pensamientos donde no es posible establecer un orden.
         Curiosa forma de identificar el malestar: el dolor. También podría ser una sensación de incomodidad, aunque las circunstancias parecen diferir. Mientras la incomodidad se vincula más con nuestro sistema de creencias que se contraponen con una realidad en un momento determinado, el malestar se trata más de una voluntad contenida, que no se ejerce, aunque se tenga la posibilidad.
         A mí me duele la vida. Me duele la existencia. Y no tengo la voluntad para conservarlas. Ahí radica mi malestar, en ese espacio de indeterminación donde se funden orden y caos para poner al mundo en movimiento. El individuo es, en última instancia, voluntad. Si no la tengo, ¿qué ser?
         Este malestar, en apariencia, tiene dos remedios: asumir la vida y la existencia a pesar de la voluntad o renunciar a ambas a través de la muerte, también en un acto de voluntad. No aspiro a una o a otra alternativa. Me ahogo en alcohol para evitar decidir. Y, sin embargo, decido a través de la renuncia, al negar mi propia voluntad.
         Mientras tanto escribo sobre mí, sobre esta Ofelia que en todo y nada se transforma. Escribo mi nombre sobre el agua, porque al final de todo mi propio nombre se volverá silencio.

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