6 de julio de 2019

186. El rebaño


Recuerdo un viaje que hice hace muchos (bastantes) años a un pueblo cercano a la costa francesa, un pueblo que aún vive a partir de las actividades primarias de la economía, aunque todavía no explota su potencial con el valor agregado a sus productos del campo.

         Si mi memoria no me falla, fue un viaje corto, apenas duraría unos nueve o diez días, pero en ese lapso fueron frecuentes las escenas de hatos ganaderos pastando en las extensas praderas bajo un tibio sol de verano (de un tibio atípico para ser verano cerca de la costa).
         Yo era la acompañante. Lorena me había pedido no dejarla sola en ese viaje de vuelta a su pueblo para el sepelio de su madre. Llegamos una tarde en que las vacas y los borregos corrían en esos prados de un verde intenso que jamás he vuelto a ver, balando alegres de su libertad para correr en kilómetros y kilómetros de pastizales crecidos con las lluvias recientes.
         Lorena acudió a los servicios funerarios y atendió a las formalidades del ritual para recibir a otros familiares, el pésame, las lágrimas, los abrazos y palabras de afecto, solidaridad y sororidad ante la pérdida. Solo yo sabía que era mera formalidad y que Lorena no sentía en lo más profundo la pérdida de quien le había traído al mundo.
         Así transcurrieron los primeros tres días hasta que el nombre de su madre fue inscrito en la lápida colocada sobre la tumba. La mañana del cuarto día, despertamos temprano al tibio sol de verano, nos vestimos y salimos de casa para correr como las vacas en medio de los pastizales, riendo con los brazos abiertos para sentir el aire que se colaba entre los dedos e imaginando que los brazos eran alas que se desplegaban para alzar el vuelo.
         Cansadas de la carrera, nos recostamos en algún punto de esas praderas, entre las vacas, y nos dedicamos a contemplar el cielo y las nubes que pasaban en ligeros movimientos. Ignoro lo que pensaba o sentía Lorena en esos momentos. Me concentré (y lo recuerdo como si fuera ayer) en las vacas, los borregos y las cabras que nos rodeaban pastando a unos metros de nosotras.
         Dos o tres pastores también se habían recostado cerca mientras echaban un ojo a sus rebaños. Y entonces se presentó la epifanía: la humanidad como un rebaño que obedece a líderes que no son líderes, sino custodios que vigilan que el rebaño se mantenga dentro de su campo de visión para seguirle explotando a partir de lo que es capaz de producir.
         Sé que mi reflexión es más sensitiva que lógica o experimental. Nada tiene de científico ver a un rebaño pastar en las praderas y de pronto ser consciente de que ese rebaño es una analogía de la humanidad que vive sometida a los designios que dispone el pastor.
         Huí del rebaño. Me llamaron loca, bestia, bruja, rebelde feminista, falso intento de ser hombre. Y me callé, pero el que calla no siempre otorga. Hay silencios que significan.

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