“Fumar mata”. Así rezan las
diversas campañas de las instituciones de salud alrededor del mundo para
reducir el consumo de tabaco. Olvidan que en estos tiempos hasta respirar mata.
Rebeca
solía fumar tabacos, no en puro como los elaboran en Sudáfrica o en Cuba, sino
más bien en pequeños puros un poco más gruesos que un cigarro tradicional y casi
de la misma extensión. Solía comprar unos de marca alemana (he olvidado el
nombre, perdón por mi mala memoria) que tenían cierto sabor a miel de abeja y
hojas de maple.
Era
asidua fumadora. Por las mañanas fumaba tres puros mientras bebía té negro al
amanecer, sentada en un mullido sillón junto a la ventana de la sala de estar,
las luces apagadas, únicamente la luz del amanecer que poco a poco iba
iluminando la estancia.
Durante
el día buscaba alguna sombra bajo un árbol y devoraba su puro como si fuera un
postre y mientras lo hacía, se abandonaba a sus pensamientos e incluso se
irritaba si alguien interrumpía su momento. Quiero pensar que ese instante y la
acumulación de esos instantes le dieron la materia creativa para sus numerosas
publicaciones.
Cuando
supe de su muerte, ella ya tendría unos noventa y ocho años. Contrario a lo que
dictan las instituciones de salud, no murió por enfisema pulmonar o algún
malestar derivado de ser activa fumadora de tabaco: fue una caída en el baño,
de la cual nunca se pudo recuperar.
Con
los años seguí su ejemplo y conforme han pasado los días en el calendario he
cambiado de marca de cigarros, tal vez una marca diferente para cada etapa
vivida. A diferencia de Rebeca, he desarrollado algunos malestares que no son
producto del tabaco en sí, sino de los químicos que agregan en los campos de
cultivo y que van a parar a nuestros pulmones cuando encendemos un cigarro.
Las
instituciones de salud se centran en evitar que el consumidor fume tabaco, en
lugar de sancionar a las empresas que añaden químicos a los cultivos y
obligarlas a cambiar sus prácticas. Finalmente cada quién se mata a su manera y
hace mucho decidí que el placer de fumar nadie me lo quitará, aunque implique
un deterioro más acelerado de mi organismo.
Quizá
esa sea una buena noticia para mis propósitos: acelerar el momento en el que
suceda lo que ha de suceder. Cuando se odia la vida y la existencia propias,
uno pierde interés en prolongarlas.
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