A diferencia del arte que
representa el cine, la fotografía se esmera en contar una historia sin
contarla. Retrata un instante irrepetible que habla por sí mismo sin necesidad
del cúmulo de instantes que reúne la cinematografía para ofrecernos una
experiencia sensorial compleja.
En
esta era digital donde el derecho de autor parece haberse disuelto en los
códigos binarios de la tecnología, millones de imágenes han pasado ante mis
ojos y yo ignoro quién ha sido el autor.
Mi
estética es muy peculiar, no única e irrepetible, pues la comparten otras
personas alrededor del mundo, pero tiene ciertas características que consideran
elementos como el color, la composición, los grados de luz y sombra, el enfoque
o desenfoque, incluso el elemento retratado o modificado con técnicas digitales
en la fotografía.
Tengo
gustos muy amplios cuando se trata de fotografías. Las de principios del siglo
XX tienen su encanto, sobre todo por los detalles en la producción escénica,
incluyendo las fotografías de cumpleaños con pasteles de cartón y merengue ya
empolvado. Me atraen porque lo cuerpos se regían por una estética muy diferente
a la de décadas después, cuando comenzó a imperar una figura más esbelta para
las mujeres y más musculosa para los hombres (¿no es desesperante cómo se
imponen los estereotipos en cada época?).
Me
resulta curioso que muchas de las fotografías que se difunden en pleno siglo
XXI, digitalizado, recurren a herramientas tecnológicas para colocar filtros a
fotografías actuales que tengan la apariencia de antiguas, tanto la coloración,
el deterioro manifiesto en los materiales donde se imprimió la imagen, el
concepto fotografiado, entre otros elementos que nos evocan cierta nostalgia
por ese periodo en el que la fotografía recién comenzaba.
Fotografiar
personas, animales, paisajes, ciudades, objetos de uso cotidiano se ha vuelto
una producción en masa que la fotografía llega a caer en un lugar común, como
la escritura. Sin embargo, independientemente de las herramientas de las que el
autor de valga para capturar un instante y exponerlo ante otros ojos, la
fotografía sigue siendo un intento de la humanidad por controlar las memorias
que se disuelven entre las manos como agua.
Pocas
son las fotografías donde figura mi silueta. Podría dividirlas en tres
segmentos: aquellas de la vida cotidiana, espontáneas, que muestran mi lado más
humano; unas más que atienden a algo protocolario, consciente de que soy
fotografiada, en una pose estudiada para buscar mi mejor perfil; y aquellas
donde el cuerpo desnudo es el protagonista, en situaciones o circunstancias que
llegan a incomodar a “los otros”.
En
todo caso, la fotografía sigue siendo un instante que, aunque no es capturado,
permanece más tiempo del que debiera y nos permite evocar ese instante en sus
generalidades para traer a flote emociones de aquel entonces en un “aquí y
ahora”. La fotografía es el silencio que se niega a hablar de sí mismo si no
existe un interlocutor vinculado con la imagen capturada.
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