La palabra causa escozor en este
siglo XXI en el que muchos países alrededor del mundo discuten la pertinencia y
la justicia de extender esta figura hacia otras formas de familia ya
reconocidas ante los tratados internacionales. Conviene recordar las
modificaciones que ha sufrido la figura del matrimonio a lo largo de la
historia para no entrar en controversias.
Ignoro
cómo y cuándo fue que se originó el matrimonio, aunque intuyo (por mis lecturas
tan variadas) que posiblemente fue una especie de ritual o ceremonia para dar
constancia ante una sociedad sobre la unión entre dos personas que decidían
compartir una misma vida, con todas sus implicaciones.
Luego
vienen a mi mente algunas formas de matrimonio que prevalecieron en la antigüedad
y que implicaban prácticas más elaboradas, como la dote “que podía variar según
la cultura como un requisito para hombres o mujeres) a fin de crear un
patrimonio y/o pagar a la familia por la persona desposada.
Así
surgieron otras formas de matrimonio que se mantuvieron incluso hasta mediados
del siglo XX, cuando las monarquías aún tenían representación en la vida
pública de los países. Este tipo de matrimonios se ha caracterizado (y hablo en
esta conjugación porque aún es posible practicarlos) por anteponer un interés
colectivo por encima de las aspiraciones personales de los contrayentes,
incluyendo los lazos afectivos (existan o no).
En
general este tipo de matrimonios “por interés”, como hemos visto a lo largo de
la historia, buscaba perpetuar, fortalecer o mantener un poder y riqueza frente
a determinadas circunstancias. Se trataba más de actos políticos, mucho más que
aspiraciones personales, y era (es) frecuente que se impongan las familias
sobre los contrayentes para elegir y determinar con quién establecerán esta
unión según convenga a los intereses de toda una familia.
No
olvidemos los avatares de María Estuardo y Elizabeth (por mencionar solo un
ejemplo), ambas reinas de importantes naciones en una monarquía donde las
mujeres eran portadoras del poder en el trono, aunque ese poder quedaba
reducido cuando se trataba de decidir sobre sus contrayentes, pues esta
decisión recaía en un Consejo (y en algunos casos en el pueblo) que determinaba
con quién debían establecer matrimonio para generar una alianza con determinada
nación por el “bienestar” de sus pueblos.
Fue
a finales del siglo XIX cuando se generalizó entre las clases burguesa y
trabajadora esa visión más sentimental sobre el matrimonio como la unión entre
dos personas que deciden compartir una vida juntas (por afinidad, afecto,
conveniencia u otros motivos más vinculados con los temas del corazón).
Yo
no creo en el matrimonio, de ningún tipo. Me parece que es un privilegio que
otorga derechos a los cuales no podemos acceder quienes decidimos vivir en soltería.
Si analizo fríamente el matrimonio, pienso que es más un contrato para dar
certidumbre jurídica a las posesiones. Más allá, los afectos no requieren un
documento donde quede constancia de esos afectos.
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