26 de enero de 2019

26. La cicatriz


En el camino de la vida vamos dejando pequeños indicios de nuestro paso que corresponden a las diferentes experiencias que afrontamos. En mi ebriedad, pienso que la felicidad no deja huellas, mientras que las experiencias negativas (en su diversidad) dejan rastros profundos e indelebles que nos hacen volver una y otra vez sobre nuestros pasos.

         Una consigna que siempre tengo presente para los demás dice: “me querrás con cicatrices porque antes de ti hubo una historia y ni tú ni yo borraremos lo que he sido”. Esas cicatrices pueden tomarse de manera literal o figurada. Una cicatriz es la huella que dejó el pasado para no olvidar una experiencia. Era dolor antes de ser cicatriz y mucho antes del dolor era nada.
         Hay cicatrices físicas que se ocultan en la extensión del cuerpo y nos recuerdan las numerosas experiencias vividas: una operación, una caída, un corte accidental, una herida autoinfligida. Pero hay otro tipo de cicatrices que se llevan en el alma, cicatrices espirituales que marcan nuestra memoria y envuelven nuestros pensamientos.
         Las palabras son una gran fuente de donde surgen este tipo de cicatrices. Abren heridas imperceptibles al ojo humano hasta que ya es muy tarde para revertir su daño. Cuando una herida espiritual trasciende al espacio físico ya es casi imposible de suturar, pues es indicio de que nunca alcanzó a cicatrizar.
         En ese contexto, una cicatriz recuerda no solo la experiencia, sino que también es huella de esa experiencia que hemos trascendido. Cuando no se logra la cicatriz, algo anda muy mal y se corre el riesgo de perderse en las heridas.
         Si me preguntaran por mis cicatrices, cada una tiene su historia y a través de estas líneas hago un esbozo de todo aquello que produjo las heridas. Pero hay otras huellas que nunca llegaron a cicatrizar y el alcohol ha sido mi respuesta para ahogar las heridas en un intento por evitar su huella.
         Las heridas más perceptibles dejaron rastro en la extensión de mis brazos. Con tres intentos de suicidio, las heridas autoinfligidas me recuerdan el dolor de estar viva porque no soporto la existencia (es demasiada para un cuerpo tan minúsculo).
         En momentos de crisis (la vida es un vaivén) he tomado navajas de afeitar para hacerme pequeños cortes sobre la piel y ver cómo el rojo óxido (incluso el óxido podría definir el aroma de la sangre) se derrama y me libera por unos instantes de este vacío que no encuentra sosiego.
         Si la vida es un verano que pronto se marchita como el otoño, mi vida ha sido un invierno permanente. ¿Faltó amor?, ¿faltó afecto?, ¿falto empatía y sensibilidad para comprender el mundo? Aquí dentro faltó voluntad para vivir y para existir.
         La vida también es una cicatriz.

No hay comentarios:

Publicar un comentario