4 de enero de 2019

4. El ocaso


La noche nos devuelve a un estado primitivo del ser en el que es posible sentir miedo, angustia, terror, pánico sobre aquello que representa y se oculta en la oscuridad que le acompaña. Lo desconocido altera nuestra percepción cuando no se muestra a la luz de la verdad, de ahí la constante búsqueda de iluminar la noche entera en las grandes urbes, donde la vida parece concentrarse ahí donde habita la luz.

         Bajo este escenario, amanecer y ocaso se manifiestan como los puntos de frontera entre la luz y la oscuridad, cada uno con su propia carga de representación. Mientras el amanecer ha sido más relacionado con la esperanza, la vida, la felicidad (aquello que han llamado “felicidad”), el ocaso ha sido vinculado más con el cierre de ciclos, la pérdida, la muerte.
         Quizá mi percepción no es la adecuada, pero veo en el ocaso una coloración diferente al amanecer. Mientras en el segundo se advierten los colores de la vida, en el primero nuestro cielo se viste con la violencia del día y la atrapa en las fauces de la noche. Vivimos tanto tiempo en la luz que nos ciega frente a la violencia cotidiana que transcurre al cabo de las horas y aunque el ocaso nos ofrece tonalidades maravillosas y hasta cierto punto hermosas, refleja la violencia que nos negamos a ver a la luz del día.
         La luz del ocaso también puede herir la vista y es más agresiva con aquellos ojos que han visto demasiado. La luz penetra cegadora y se incrusta en las redes de la memoria para remover los puntos que han quedado sueltos. Tal vez por eso el ocaso despierta recuerdos que aún no cierran su ciclo y nos estrujan el alma en una especie de llamado.
         Mi vida ha transcurrido en esos puntos de frontera, en los espacios de indeterminación donde los grados de luz son los mismos entre amanecer y ocaso, aunque la realidad de las cosas les otorgue una coloración diferente. A veces pienso que el amanecer es una especie de engaño porque existe la necesidad (primitiva) de una esperanza luego de atravesar los umbrales de la noche. ¿Qué sería de la humanidad sin la esperanza?
         Y, sin embargo, el ocaso también anuncia lo que aguarda en la oscuridad de las horas, una oscuridad que alberga otro tipo de vida, pero esta pasa inadvertida para los ojos acostumbrados a la luz. A mi parecer, hay que temer más a la luz que a la sombra porque es en la noche donde la violencia del día cura las heridas para ofrecer un amanecer que brinde esperanza a la humanidad.
         En última instancia, temer el ocaso es temer a la violencia que hemos provocado y que otorga esa tonalidad característica al ocaso. Es temerse a sí mismo.

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