3 de enero de 2019

3. El silencio


La alarma del despertador ha sonado a la cinco de la mañana. Durante dos horas permanecí en cama mirando al techo, con el ansia de encontrar el silencio que me permitiera escuchar lo que ocurre aquí dentro. Fueron dos horas de sonidos cotidianos: los vehículos en marcha sobre el bulevar, el paso del tren a unos kilómetros de aquí, la brisa matutina, los pepenadores que revolvían las bolsas de basura, las notificaciones en el celular, incluso la fricción apenas perceptible entre las cobijas que me cubrían.

         Pero el ansiado silencio jamás llegó. Mi mente se trasladó a cientos de imágenes vividas y otras más imaginarias carentes de alguna conexión, aunque inquietantes, generando un estrés innecesario. Buscaba el silencio para encontrarme, le invoqué de todas las formas que conozco, aguardé con paciencia su manifestación y, sin embargo, el silencio nunca llegó.
         Es curioso cómo el mundo se empeña en huir de su propio silencio, incluso ha puesto la tecnología al servicio de las masas para evadirse y escapar de su silencio. La vida escuchando la violencia de nuestros latidos parece insoportable, aunque es el más primitivo de los sonidos que existen en el mundo desde que es Mundo. Triste realidad nos espera si llegamos a desconocer el silencio.
         Cuando nos traen a la vida, el primer sonido es el de un monitor que da cuenta de los signos vitales de alguna persona en una sala de hospital. Al morir, el mismo sonido interpreta la misma sinfonía hasta que una nota artificial se prolonga lo suficiente para escribir en una tabla la hora del deceso. Entre un punto y otro pueden transcurrir años o tan solo unos instantes, pero la vida es un ruido constante que nos impide escuchar lo que el alma tiene que decir.
         Y aquí me hundo, en la caricia de la cama, ansiando ese momento de silencio que me permita escuchar lo que ocurre dentro porque el mundo se ha vuelto un ruido insoportable. Quizá por eso no he podido mantener a raya mi alcoholismo. El alcohol te nubla los sentidos hasta un grado cercano a ese silencio tan ansiado, la mente en blanco (solo un instante) y, después, nada. El eco de esa voz que te penetra las venas y que difícilmente se deja escuchar.
         Esta mañana, mientras contemplaba el techo y sus múltiples formas proyectadas, me repetí minuto a minuto: “hoy no voy a morir”. Un acto de fe que carece de certeza porque la vida puede concluir en cualquier instante sin aviso previo. ¿Será que la muerte es un silencio que se prolonga?

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