16 de diciembre de 2019

350. La caridad

Vivo un tiempo en el que se romantiza la pobreza y se diluye la dignidad por el trabajo, discursos fariseos en boca de hipócritas que pretenden encajar en lo “políticamente correcto” sin llegar a serlo. Estoy harta.

         Hace unos días han comenzado las llamadas posadas de la tradición judeocristiana en Latinoamérica y siento cómo me restriegan en el rostro sus mentiras de buenos deseos para estas fechas “de dar y recibir” mientras tenga varios ceros la etiqueta.
         Si hay algo que me molesta es esa tendencia a una aparente caridad en estas fechas en las que, de pronto, las calles se llenan de limosneros de todas las edades y se dejan fotografiar mientras reciben esa muestra de caridad que se presume en redes como un gesto noble y solidario “con los que menos tienen”.
         Un día me harán vomitar con esa necesidad de alimentar un Ego que requiere de muchas reacciones virtuales para existir. La caridad que se hace en silencio, aunque no porte una sonrisa, vale más para mí que cualquier fotografía dando una limosna.
         El asistencialismo, por otra parte, no considero que sea la ruta correcta para ayudar a alguien. La caridad termina cuando la persona pide nuevamente el mismo apoyo, señal de que algo no está funcionando o es algo intencional (recordemos la romantización de la pobreza como una virtud de estos tiempos en los que el trabajo ya no dignifica a la persona).
         La caridad, según recuerdo, era parte de las virtudes judeocristianas: fe, esperanza y caridad. Las tres responden también a una tipología con la que no coincido. Es asumir que el destino está en manos de una fuerza superior y aceptar con resignación el presente que vivimos, sin considerar que el presente es una consecuencia de muchos factores que incluyen las decisiones propias.
         Así pues, la caridad sería poner en manos de “otro” la posibilidad de un destino diferente, como estar a expensas de que la vida sobreviva por la mano de otra persona. ¡Qué pasividad! Es negar la dignidad posible a través del trabajo propio.
         Olvido que el trabajo hoy es visto como una subordinación semejante a la esclavitud y representa más un defecto que una virtud que dignifique a la persona. Vivamos, pues, de esos actos de caridad que alimentan egos ajenos.

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