Dicen
que en la vida lo único seguro es la muerte. No me opongo a esa idea, pero esta
reflexión me lleva a pensar desde otra perspectiva. ¿Por qué toda la vida
persiste esa angustia ante la incertidumbre por la muerte? Sabemos que ocurrirá,
que llegará en cualquier momento, ¿pero cuándo?
La
vida parece determinada por la muerte. Medimos los instantes a partir de la
posibilidad de la muerte. Se insiste en vivir cada día como si fuera el
último/como si fuera el primero. Y la gente se desboca en una carrera por «hacer
cosas» durante su vida.
Esta
dualidad vida/muerte conduce a menudo a creer que, entre más experiencias, se
ha vivido lo suficiente; nunca demasiado. Algunos llaman «experiencia» a vivir
cada ciclo de la naturaleza: nacer, crecer, reproducirse y perecer. Otros
consideran que se trata de llegar a los excesos, tentar al destino, vivir al
límite, arriesgar.
Sin
embargo, también hay quienes consideran que la experiencia no es más que un
cúmulo de conocimiento a partir de la vida cotidiana. Más allá de los excesos y
los ciclos vitales, se trata de aprehender cada instante, llegar a la muerte
con una cabeza llena de recuerdos, tener la memoria saturada de tiempo, de
rostros, nombres, emociones y sensaciones. En suma: tener la certeza de que se
ha vivido.
Tal
vez esta idea resume todo eso que quiero plasmar en mi escritura: la vida, sí;
pero también esa sombra inquietante de la muerte, una angustia que hace más
profundo el abismo de la existencia. ¿Cómo aprender a «vivir»?, ¿cómo
prepararse para «morir»?
He
escrito tantas líneas sobre ese «hacer maletas» y prepararse para la muerte,
pero nada tan completo/complejo como mi trabajo de más de 3 años en Muerte en exilio. La vida también se
trata de ver la decadencia del cuerpo en la suma de los días, un rostro tan
abyecto, irreconocible en el espejo cada mañana, pero siempre el mismo, con una
sombra a cuestas.
Al
final me quedo con una última reflexión: «para morir me basta la existencia».
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