30 de agosto de 2012

Las horas fortuitas


A mis 26 años muchos podrán decir que es poco tiempo, que aún soy joven, que me falta mucho por vivir. Habrá otros que considerarán que es tiempo suficiente para decir que ya hay buen tramo recorrido. Sin embargo, ¿quién puede decir que la edad es garantía de experiencia? Las horas fortuitas tardó casi dos años en ser escrito, pero para llegar a este día, con una publicación a punto de llegar a sus manos, ocurrió bastante.
Han pasado cerca de cinco años desde mi última publicación. ¿Por qué tanto tiempo? preguntarán algunos. Para responder habría que referir las horas de trabajo que hay detrás de cada línea, las páginas descartadas para llegar a una sola y definitiva, lecturas y relecturas para concretar ideas, además de la otra labor del escritor: fungir como observador de una sociedad en constante movimiento, ser analista conductual, sondear a fondo en las emociones, tratar de entender la naturaleza humana.

En esa tarea han intervenido varios factores. Por un lado, crecí bajo la instrucción literaria de grandes críticos, pero llega un momento en la vida de todo escritor en el que decide crecer a la sombra de los árboles o buscar su propio lugar. Tomar un camino diferente siempre es un riesgo, se está expuesto a múltiples amenazas, desde la censura hasta la posibilidad de que el trabajo pase sin pena ni gloria. No obstante, dicen que lo peor que puede pasar es que no hablen de uno, aunque considero que hay algo aún más grave: cejar en el intento de escribir. Ahí radica el motivo por el que pasaron tantos años para volver a publicar: ¿sería una máquina de escribir mecanizada o dejaría madurar cada texto hasta que fuera pertinente sacarlo a la luz? Pero de ahí se deriva otra pregunta fundamental: ¿en qué momento un texto se encuentra listo para ser leído?
Incluso cuando Las horas fortuitas pasaba por el proceso de edición hubo varias dudas. Al final las palabras de mi editora de cabecera, Judith Navarro, me hicieron entender que un texto nunca está terminado, hasta el título puede cambiar en el proceso. Ahora, tras meses de trabajo editorial, veo en perspectiva lo mucho que pasó para llegar a este punto. Hace años hubo unos ojos que se miraron en el foyer del teatro Calderón. Entonces surgió esta historia y en el proceso de escritura siempre me remitía a esos ojos que a través de los espejos se dijeron más que en muchos años. Lo demás sólo es la posibilidad de los ojos materializada en esta novela. Costó años de trabajo, sufrir a los personajes, llorar con ellos, emocionarme y decir «buenos días» de todas las maneras posibles. Y entonces llegaron Virginia Woolf y Stanislavsky y decidí arriesgarme en la técnica.
Hasta ese momento sólo tenía una imagen como punto de partida. Intenté varias posibilidades, pero sólo me convenció una: el tono confesional de la historia. Más tarde, en el proceso de escritura, vino a mí esa Penélope que permaneció diez años en la espera de Ulises, haciendo y deshaciendo un tejido para mitigar el dolor de la espera, como Andrés, que tejió y tejió bufandas para tratar de poner orden en su pasado. Ahí surgió el hilo conductor de la historia: ¿qué es lo importante de nuestro pasado? Al intentar responder, advertí que, curiosamente, del pasado sólo evocamos fragmentos, a menudo sin conexión, aislados, sin aparente orden cronológico. Miramos al futuro en perspectiva y se trata sólo de nuestros anhelos. Pero al ver nuestro presente, pocas veces miramos nuestra posición en el mundo, la realidad que nos rodea, esos vínculos que nos atan a otras personas. Cuando leemos las memorias de alguien, por lo regular el autor se limita a describir hechos, quizás algunos rasgos característicos de la persona en cuestión, y quedan tantas cosas al margen.
Dice Virginia Woolf que para conocer a alguien es preciso saber eso que queda al margen de los hechos. Una persona no es sólo acción, también es pensamiento y emoción. Por dicha razón me permití conocer a mis personajes desde su perspectiva. Como señala Stanislavsky, aproveché la experiencia personal para entender al personaje, aunque uno corre el riesgo de perderse en la ficción. No todo se trataba de saber datos fundamentales, había que involucrarse con su visión de mundo, experimentar sensaciones, aromas, colores y texturas que pudieran vincular ese presente con un pasado evocable. Y de pronto me vi sumergido en los nenúfares de Monet, esbozando una historia a partir de pinceladas, pero sin definir contornos; añadir formas, aunque sólo lo esencial. Las horas fortuitas no es una narración de hechos; en cada página hay tiempo, espera, fragmentos de un pasado irrecuperable, el cruce de posibilidades, el azar objetivo. Todo para llegar a una pregunta: ¿el presente es el destino o un camino en el cruce la posibilidad?, ¿este presente estaba escrito o es sólo consecuencia de nuestras decisiones?
Podría resultar incongruente formular estas interrogantes mientras Andrés, el protagonista, compra media pechuga de pollo en el mercado o quizás al beber de una taza de café después de años de evitar su sabor. Sin embargo, creo que muchos de los aquí presentes, de manera consciente o inconsciente, nos hemos preguntado esto en algún momento, a menudo mientras realizamos actividades cotidianas. Si es así, esta novela hará más tangibles esas interrogantes y quizás, si atrapa al lector, podrá hacerlo reflexionar sobre su presente. Es probable que algunos consideren que esta obra sea calificada como un texto de superación personal. No es mi intención, ni lo será. Las feministas me enseñaron que los grandes dramas también ocurren en la cocina, en la vida cotidiana, sin necesidad de un Edipo Rey o una Madame Butterfly. Las horas fortuitas cuenta un día en la vida de Andrés, y en ese día, su vida entera. El drama ya no radica en el despertar a la homosexualidad, sino en la posibilidad de amar o no amar, en vivir a partir de recuerdos irrecuperables, fragmentados, inconexos y quizás falsos.
Para mí el reto consistió en escribir un drama homosexual que no cayera en el estereotipo de una historia basada meramente en lo sexual, pues más allá del homoerotismo se trata de personas que sentimos, que amamos, que podemos establecer relaciones afectivas independientemente de lo sexual. Quien busque una escena sexual en Las horas fortuitas se llevará una gran decepción. Nuestra realidad es tan diversa como la de cualquier otro sector, el problema es que ha sido poco difundida. ¿Quién de los presentes sabe del drama de una feminidad masculina? Y a pesar de todo, hay una integración con la sociedad. Los homosexuales no sólo son quienes atienden una estética unisex y sacan el chal mientras cortan el cabello de algún cliente, o quienes deciden vivir en la metamorfosis como mariposas nocturnas en tacones de 10 centímetros y pestañas postizas. Puede ser el cajero del banco, el recepcionista de un hotel, un diputado o hasta un escritor. Pero de eso no se habla, menos en una ciudad tan hermosa como Zacatecas.
Rara vez se piensa en la vulnerabilidad de los homosexuales, a quienes nos han negado derechos y, en consecuencia, no tenemos otra posibilidad que vivir en soledad, establecer otros modelos de familia, aceptar que no podemos visitar a la pareja sentimental en el hospital, que no podemos heredar; asumir que no habrá alguien que nos cuide en nuestra vejez porque se nos impide adoptar, que ante la imposibilidad para donar sangre alguien cercano podría morir. Más allá somos quimeras, destinadas a fingir una vida más alegre, porque eso debe caracterizar a los homosexuales; aparentar que el mundo es mejor porque nos atrevemos a trastocar el sistema falocrático e invertir los roles de género. Pero en el fondo seguimos siendo quimeras, guardamos nuestro dolor y lo reservamos para la tribu, porque mostrar algún signo de debilidad podría derivar en un crimen de odio por homofobia, aunque los medios acusen que se trata de crimen pasional.
Esto es Las horas fortuitas, la otra cara de la moneda, una versión que sólo ha circulado entre la tribu y que hoy llega a otros ojos. A ustedes, lectores, corresponderá valorar sus líneas.

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