Para quienes no tuvimos la suerte de nacer en cuna de oro, la vida
como escritor no es fácil. Como simples mortales clasemedieros (en el mejor de
los casos), también nos sumergimos en la corriente del sistema económico
neoliberal para encerrarnos por horas en un trabajo que nos permita sustentar
una vida dedicada a la escritura.
Los lectores a menudo tienden a idealizar la actividad del escritor.
Tal vez sí hay quienes nos despertamos a las 6 o 7 de la mañana y seguimos una
rutina puntual cada día. Sin embargo, hay tantas cosas que quedan al margen que
con frecuencia se desvirtúa la labor del escritor.
En mi caso, como muchos otros, tuve la mala (o buena, según la
perspectiva) suerte de caer en la profesión periodística, una actividad que
demanda mucha atención, tiempo y esfuerzo, sumados al estrés que acompaña a
esta labor.
Tal vez no sea el oficio adecuado para alguien que necesita escaparse
del mundo por un momento para ver la realidad desde otra perspectiva. El
periodismo te exige estar ahí, disponible las 24 horas del día, siempre al
pendiente de las notificaciones en el teléfono, las llamadas “inoportunas”, la
corrección de notas y artículos en ocasiones tan indescifrables como la
tipografía que utilizan y otros tantos detalles que hacen de esta profesión
algo “hermoso”.
Vivir a la sombra del periodismo, si se piensa como escritor, también
tiene sus ventajas. Aprendes a detectar errores con mayor rapidez, además de
tomar un ritmo para cada cosa, aprovechando cada segundo del día porque ese
instante puede marcar la diferencia entre recibir una noticia a tiempo o ya muy
tarde.
Llevo ya siete años atado a este ritmo que ofrece el periodismo. En
todo este tiempo he aprendido mil y un cosas, desde analizar todo tipo de
discursos hasta crearme una disciplina para escribir y revisar. Es un proceso
que a menudo pasa desapercibido para los lectores. Ellos tienen el producto
final ante sus ojos: un libro que le ofrece diversas experiencias (gratas o no)
y le permite abrir su mente a otras posibilidades.
No obstante, hay muchas historias detrás de cada libro, desde el
manuscrito perdido, la corrección de “errores”, los cambios de último momento
cuando la edición final está a punto de ser enviada a imprenta, las tazas de
café o los tarros de licor suficientes para concluir ese párrafo crucial o el
cierre de un poema, las noches en vela para continuar “una cuartilla más” o
quizás las doscientas treinta y cuatro horas extras para completar el siguiente
pago a la editorial y que nuestro libro por fin pueda ver los ojos del
lector...
No digo que los escritores de clase media alta no pasen por dichas
tribulaciones, pero gozan de ciertas ventajas que otros no tenemos y, sin
embargo, por algo se empieza. El autor no vive de regalías a menos que sea J.
K. Rowling. Los premios literarios tampoco llegan con el correo de la mañana un
día sí y el otro también. ¿Qué opciones quedan, pues?
En mi caso, que no tengo paciencia para gestionar recursos en
instituciones o editoriales, me he dedicado a trabajar para ver mi escritura
plasmada en un libro impreso. Quisiera decir que el proceso termina ahí, pero
el libro como mero objeto no es suficiente: aún falta que ese libro llegue a
manos de un lector y para eso uno debe empatar el trabajo con la difusión del
material propio.
Cuando entré por primera vez a la oficina de Texere Editores (una
oficina que te dejaba sin aliento por la escalinata para llegar ahí),
desconocía el proceso después de imprimir un libro. Eso fue en julio del 2011.
Desde entonces, la editorial ha crecido bastante y en este tiempo también he
sido testigo del compromiso que tiene el personal con sus autores para apoyarlos
en esta tarea de difusión.
Quienes debemos trabajar para ver nuestros libros impresos, este
detalle es un plus que enamora.
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