¿Qué tanto influyen nuestras lecturas para forjar nuestra identidad?
La pregunta surgió una de tantas tardes de reflexión en un bar en las que
acostumbro sentarme en la primera mesa disponible (específicamente donde se
pueda fumar), con mis audífonos y una selección de música previa, para fijarme
en el entorno cotidiano y centrarme en la escritura.
Pero una tarde en especial me dediqué a repasar mis lecturas y
descubrí ciertos patrones que hasta antes no había advertido. Virginia Woolf,
Wislawa Szymborska, Elena Garro, Amparo Dávila, Inés Arredondo, Rosario
Castellanos... Todas, escritoras. Y, sin embargo, también he leído a grandes
escritores como Homero, Bocaccio, Dante Alighieri, William Shakespeare, John
Keats, Lord Byron, Bram Stoker, Gabriel García Márquez... en fin.
En esa lista también figuran nombres como Oscar Wilde, Umberto Saba,
Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, Luis Zapata, Manuel Puig... al igual que
Sor Juana Inés de la Cruz, Alejandra Pizarnik, Odette Alonso, Rosamaría
Roffiel, Tatiana de la Tierra, Sabina Berman y un extenso repertorio de
teóricos sobre el género, la sexualidad y “lo queer”.
¿Y estos nombres qué me dicen como “lector”? A primera vista, es solo
un listado (que podría rayar en la arrogancia) de mis lecturas, tan variadas y representativas
como un grano de arena en el desierto. No obstante, al analizar más a fondo
estos nombres, advierto cierta predilección por una “sensibilidad” particular
que he encontrado solo en cierto tipo de escritura.
Mi gusto particular por cierto tipo de escritura abarca desde el tono
de una narración (tengo cierta predilección por una escritura “musical”, que
sube y baja, que semeja una fuga para luego tejer silencios en el entramado),
el paisaje interior (con detalles de la vida cotidiana en los que se
“objetiviza” lo que ocurre dentro de cada personaje), la contemplación, el
tiempo, los temas...
Y entonces mi vida se convierte en un drama quebradizo en el que el
silencio parece condenado a repetir su invierno. Vivo la contemplación de la
vida cotidiana porque vivo en la vida de “los otros”, aquellos que tienen una
historia pero no son conscientes de ella.
Me sumerjo en el silencio porque solo así puedo escuchar mis propios
pensamientos, como en los monólogos de Las
olas o los versos de Bajo una pequeña
estrella. Me miro en el espejo porque no tengo otra forma de
reconocerme/desconocerme, como en Orlando
o El retrato de Dorian Gray.
Vivo en la ficción al hacer creer a los otros que tengo una vida con
cierto tipo de experiencias, pero en el fondo oculto lo que en realidad sucede,
como un vaho evanescente expresado en Testimonios
sobre Mariana, La señora Dalloway
o Árboles petrificados. También sufro
y ansío el amor, al igual que en Como
agua para chocolate o Memorias de
Cleopatra.
Y si rasco más en este análisis, Las
horas condensa entre sus páginas lo que tengo de mujer, mientras que Frankenstein materializa lo que tengo de
hombre y las Crónicas vampíricas, lo
que tengo de andrógino.
Pero al final de todo, de todas mis lecturas (y no-lecturas), somos
yo y el espejo, unidos en la palabra y el silencio. Por eso escribo, porque no
hay un solo libro que pueda decir “esto/este soy Yo” de principio a fin. Ese es
mi vacío encontrado para la escritura, ese hueco dejado por los otros autores
que me han precedido o mis contemporáneos, cada uno buscando ese vacío que
despierta la necesidad de ser llenado.
¿Barroco moderno? Tal vez, porque también se trata de llenar los
espacios vacíos con algo más que silencio. Quizás de eso trata la literatura...
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