7 de julio de 2014

Protagonistas

¿Qué tanto influyen nuestras lecturas para forjar nuestra identidad? La pregunta surgió una de tantas tardes de reflexión en un bar en las que acostumbro sentarme en la primera mesa disponible (específicamente donde se pueda fumar), con mis audífonos y una selección de música previa, para fijarme en el entorno cotidiano y centrarme en la escritura.

Pero una tarde en especial me dediqué a repasar mis lecturas y descubrí ciertos patrones que hasta antes no había advertido. Virginia Woolf, Wislawa Szymborska, Elena Garro, Amparo Dávila, Inés Arredondo, Rosario Castellanos... Todas, escritoras. Y, sin embargo, también he leído a grandes escritores como Homero, Bocaccio, Dante Alighieri, William Shakespeare, John Keats, Lord Byron, Bram Stoker, Gabriel García Márquez... en fin.
En esa lista también figuran nombres como Oscar Wilde, Umberto Saba, Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, Luis Zapata, Manuel Puig... al igual que Sor Juana Inés de la Cruz, Alejandra Pizarnik, Odette Alonso, Rosamaría Roffiel, Tatiana de la Tierra, Sabina Berman y un extenso repertorio de teóricos sobre el género, la sexualidad y “lo queer”.
¿Y estos nombres qué me dicen como “lector”? A primera vista, es solo un listado (que podría rayar en la arrogancia) de mis lecturas, tan variadas y representativas como un grano de arena en el desierto. No obstante, al analizar más a fondo estos nombres, advierto cierta predilección por una “sensibilidad” particular que he encontrado solo en cierto tipo de escritura.
Mi gusto particular por cierto tipo de escritura abarca desde el tono de una narración (tengo cierta predilección por una escritura “musical”, que sube y baja, que semeja una fuga para luego tejer silencios en el entramado), el paisaje interior (con detalles de la vida cotidiana en los que se “objetiviza” lo que ocurre dentro de cada personaje), la contemplación, el tiempo, los temas...
Y entonces mi vida se convierte en un drama quebradizo en el que el silencio parece condenado a repetir su invierno. Vivo la contemplación de la vida cotidiana porque vivo en la vida de “los otros”, aquellos que tienen una historia pero no son conscientes de ella.
Me sumerjo en el silencio porque solo así puedo escuchar mis propios pensamientos, como en los monólogos de Las olas o los versos de Bajo una pequeña estrella. Me miro en el espejo porque no tengo otra forma de reconocerme/desconocerme, como en Orlando o El retrato de Dorian Gray.
Vivo en la ficción al hacer creer a los otros que tengo una vida con cierto tipo de experiencias, pero en el fondo oculto lo que en realidad sucede, como un vaho evanescente expresado en Testimonios sobre Mariana, La señora Dalloway o Árboles petrificados. También sufro y ansío el amor, al igual que en Como agua para chocolate o Memorias de Cleopatra.
Y si rasco más en este análisis, Las horas condensa entre sus páginas lo que tengo de mujer, mientras que Frankenstein materializa lo que tengo de hombre y las Crónicas vampíricas, lo que tengo de andrógino.
Pero al final de todo, de todas mis lecturas (y no-lecturas), somos yo y el espejo, unidos en la palabra y el silencio. Por eso escribo, porque no hay un solo libro que pueda decir “esto/este soy Yo” de principio a fin. Ese es mi vacío encontrado para la escritura, ese hueco dejado por los otros autores que me han precedido o mis contemporáneos, cada uno buscando ese vacío que despierta la necesidad de ser llenado.

¿Barroco moderno? Tal vez, porque también se trata de llenar los espacios vacíos con algo más que silencio. Quizás de eso trata la literatura...

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