A principios de este año alguien
en quien confiaba, en un momento de locura, drogas y alcohol, decidió tentar al
destino en una especie de ruleta rusa, arriesgando el todo por el todo, pero
ignoró olímpicamente que en el mismo auto veníamos dos personas ajenas a su
voluntad. El resultado: un aparatoso accidente en el que yo debí quedar
prensado, sin posibilidad de seguir con vida, hoy, en este instante en el que
escribo estas líneas.
Unos
lo llamarían “milagro”. Pero salí ileso no por la mano de algún ser divino. Mi
extrema delgadez me permitió sobrevivir en cuclillas al impacto del vehículo a
toda velocidad contra un poste al otro extremo de la avenida, un poste que, al
abrir los ojos, estaba justo en mi costado, a unos centímetros de mi cuerpo
reducido a un manojo de nervios e histeria porque, he de confesar, me aterran
los espacios reducidos (claustrofobia, le llaman comúnmente).
La
experiencia que me dejó el incidente debería haber bastado para “abrir los
ojos” y arrojarme a la vida “en serio”, con una actitud positiva, abandonando
los fantasmas que me consumen día y noche porque hablan de la sombra en el
espejo. Sin embargo, no soy la clase de personas que asimilan en la
cotidianidad una página más de un libro de Paulo Cohelo. Al contrario, me empeño
en vivir un drama fragmentario porque este dolor me recuerda la posibilidad de
“estar vivo”, con todo lo que ello implica.
Después
de esto, no temo la muerte: me aterra la posibilidad de seguir con vida. En mi
camino los demás se han forjado una imagen de mí con la cual no me identifico.
Mientras “los otros” admiran la publicación de dos libros (y otros más en la
lista de espera), mi rutina laboral, aquellas frases “ácidas” que suelo
publicar en las redes sociales y otros detalles que, en suma, conforman un “Yo”
ajeno al nombre; me miro en el espejo y solo veo un cuerpo que ansía escapar de
sus propios límites.
Pertenezco
a una estirpe denominada “los hijos de Ana”. Demasiado sensible para ser “Yo”;
abyecto, corrosivo, ausente, fantasmal. Una silueta que busca fundirse con el
entorno hasta ver minada su existencia. Pero aquí estoy. Vivo por inercia,
porque en este corazón aún late un poco de vida en espera de que algo en
realidad me estremezca a tal grado que pueda arrojarme a las horas que
transcurren sin otra emoción que el abandono y la desesperanza.
No
tengo más patria que este cuerpo y, sin embargo, vivo en exilio, desterrado a
los límites de la existencia. ¿Llamar la atención? Parece algo fútil cuando uno
es Quimera Falconiforme: un monstruo cambiante, de colores atractivos y un
plumaje de artificio dispuesto para atraer a la “presa” y luego devorarla por
instinto. Algunos lo llamarían crueldad. No obstante, es parte de mi
naturaleza.
Quisiera
ver a aquellos que “juzgan” con dedo inquisidor sumergidos en la misma piel que
habito. Aquí no hay amor, no hay esperanza, no hay idea de felicidad que dibuje
una sonrisa en este rostro de mentira. Aquí dentro habita el polvo, la
pesadilla de sentir dolor ante cualquier roce con el cuerpo; aquí habitan la
noche y su locura, una sinfonía de voces que a cada latido me repiten: “no eres
suficiente”. ¿Debilidad? Yo lo llamaría “resistencia”.
Hice un altar.
Puse una vela
frente al espejo
para adorarme
en el vacío de mis ojos.
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