Hace tiempo lo escribí y hoy lo
reitero: soy una Quimera Falconiforme cuyo nombre está escrito en el silencio.
Tal vez crecer en este estúpido sistema heteronormativo-homonormativo haya
fecundado en mí esa idea de buscar una compañía. Pero mi error está en someter
mi “ser” a cada modelo en un intento por encontrar esa compañía.
Y
con el tiempo uno escucha voces cercanas que te dicen: “no te cierres”,
“inténtalo”, “es que eres muy exigente” y su blablablá cuya perorata parece
letanía milenaria. ¿Creer en “alguien más” será aferrarse a una esperanza,
vivir a la expectativa, con la idea de “incompletud” que explique esa necesidad
de buscar a un “otro”?
He
sido todo: la ponzoña que escribe la belleza, el silencio que ama con los ojos,
el rencor vaciado en tristes letras, la ilusión condensada en una copa de
martini, la decadencia montada en tacones de plataforma y unas medias de red...
También he confiado en el tiempo que, dicen, cura cualquier herida.
Hoy,
simplemente, soy un vestigio de la risa que fue, que ya no volverá. Soy la
sombra en el espejo, el monstruo, el doble, un “Yo” abyecto, más ajeno al
nombre que mi propia identidad. Soy un cuerpo que se piensa “cuerpo” más allá
de sus propios límites. Pero no encuentro lugar ni camino. Tal vez por eso
escribo: no tengo otra forma interesante de morir.
“Aparentar”
me ha llevado a construir un ídolo de inmensas proporciones al cual le rinde
culto esa gente que no mira al monstruo, sino que, cegada por la fantasía,
únicamente advierte una extrañeza que “fascina”. Porque, en general, a las
personas les es más grato presenciar aquello que les “reconforta” y rechazan
aquello que les perturba.
Tal
vez he dado mucho peso a lo que digan los demás. En mi experiencia, he visto
que la gente aprecia a “los otros” mientras tengan algo positivo que
exprimirles. Una vez extraída esa “esencia”, las relaciones se vuelven
desechables, “inhumanas” (en el fondo).
A
menudo tengo conductas que denominan “autodestructivas”. Me empeño en herir a
los demás como último recurso para alejarlos de mí, de ese ídolo que han
construido a costa de una risa ficticia. Pero para la mayoría de la gente es
más fácil lidiar con una personalidad “fuerte” que con el monstruo que me
habita.
Así,
¿qué “ser”?, ¿qué “soy”? En definitiva, ni hombre ni mujer: Quimera, un ser
mítico, atractivo y repulsivo a la vez, que infunde respeto y miedo al mismo
tiempo. Admiración. Quizás. Pero al final mi nombre, mi cuerpo, mi esencia;
todo ello se volverá silencio.
El sol, tan escarlata entre mis venas,
un sol de invierno
-lúcido, marchito-
apenas con la fuerza para recorrerme.
Finito,
el horizonte se dibuja en la mirada
-tan cálido,
solemne-
consigo arrastra el cultivo de memorias
apenas florecientes
y otras más que en silencio añoran
mantenerse cual espiga en el otoño.
Clavada con las uñas,
el ansia me carcome en la ventana
y espero
-maldita,
del alba prisionera-
aquí espero el retorno a mi silencio,
el punto,
la Nada,
la No-Nada,
lo que fui -seré- mientras la Vida siga.
Mi boca se derrama en los tejidos,
la piel extraña
-abyecta-
de un “Yo” que es más un “otro”
atento al rumor en la otra orilla.
Este cuerpo en el que habito
se arrastra en el escombro
-tumefacto,
herido,
consumido por la sombra
en el espejo-
y, a pesar del abandono, existe
-existo-
condenado a repetir su invierno.
Luego, seca, la semilla de mi estirpe
aquí -en mí-
sentenciada al patíbulo del tiempo,
la soga -tan frágil- de la voluntad;
todo esto se yergue en mi camino
en un calvario de rosas,
hasta ver extinta mi sonrisa.
La amargura -amenazante- soy,
la dura testa,
prisionera de la voz errante
-evanescente,
fantasmal,
imaginaria-
la tortura inscrita en los límites del cuerpo.
Que me quema la piel,
estoy segura,
esta segunda lengua carente de palabras
porque en el tacto la historia se reescribe.
Pero este sol aún quema
y yo me extingo en el silencio.
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