Que la vida se me va, lo sé. Tan
cierto como el alba que acontece en la ventana y se me filtra en la mirada como
el agua. Pero aquí estoy. Aquí vuelvo a mi espacio de silencio para vaciar la
vida que se atora en la garganta. Hoy no tengo más patria que este cuerpo
condenado a los lindes de la sombra. Y renunciar a ser también es “ser”.
¿Qué
queda en el camino cuando la ruta se desvanece? La Nada. La No-Nada. Un espacio
de frontera donde se pierde mi silencio. Y, sin embargo, me aventuro en el día
a día para justificar este presente, la mañana crisálida preparada para
convertirse en polilla, mucho más que en mariposa.
Pasó
un año y cada día me pregunté (aún me cuestiono) por qué no terminó el camino
en ese instante. La mayoría ha insistido en que “no te tocaba” o “tu misión aún
no termina” o “Dios te tiene preparado algo mejor”. Pero el calendario se agota
y cada día se acumulan motivos para cejar en el intento. ¿De qué?
Por
más que escribo, el silencio anhelado no llega a consumarse. Al contrario. Las
voces parecen intensificar su algarabía en mi cabeza y agotan la poca cordura
que aún conservo. Eso no ha impedido calcular el ritmo y prever cuando se
acerque la espera en el umbral. Así, cuando todo pase (cuando todo pasa), de mí
no quedará ni el nombre.
Me
cuesta trabajo pensar que uno existe para los demás. Al final (o quizás con el
tiempo y la experiencia) uno aprende a asimilar el hecho de escribir su ruta
sobre el agua, como reza la tumba de John Keats. Mi camino ha sido una vida de
renuncia, de abandono, de rechazo. Y me curto la piel con las batallas
cotidianas: el gris del techo, la taza de café, el agudo vacío del estómago, el
agua tibia de la regadera, el rumor de la mañana...
La
dura crítica me cuestiona por qué no me involucro en las luchas sociales.
Quizás lo hago, pero no en las filas de su ejército. ¿Podría una mente enferma
ayudar a un país enfermo? Por eso escribo de mí, de esto que acontece dentro,
esto que me identifica con otros “hijos de Ana”. El paisaje interior también es
en páramo violento, aunque el mundo se empeñe en ignorarlo al centrar sus ojos
en una violencia explícita.
Pero
no creo en una política de likes o retweets. No creo en hashtags ni en
manifestaciones virtuales. No creo en las revoluciones de selfies ni en citas
de libros que jamás se han leído. En el fondo, me declaro incompetente. Y
aunque el mundo me cuestione (la modernidad siempre tiene un opinión para
todo), sé que habrá alguna etiqueta para mí que también estigmatice mi
renuncia/rechazo.
No
obstante, el silencio también es una postura abierta a la interpretación. En mi
silencio llevo escrito el optimismo. Pero no más.
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