22 de febrero de 2015

El punto de retorno

Que la vida se me va, lo sé. Tan cierto como el alba que acontece en la ventana y se me filtra en la mirada como el agua. Pero aquí estoy. Aquí vuelvo a mi espacio de silencio para vaciar la vida que se atora en la garganta. Hoy no tengo más patria que este cuerpo condenado a los lindes de la sombra. Y renunciar a ser también es “ser”.
         ¿Qué queda en el camino cuando la ruta se desvanece? La Nada. La No-Nada. Un espacio de frontera donde se pierde mi silencio. Y, sin embargo, me aventuro en el día a día para justificar este presente, la mañana crisálida preparada para convertirse en polilla, mucho más que en mariposa.

         Pasó un año y cada día me pregunté (aún me cuestiono) por qué no terminó el camino en ese instante. La mayoría ha insistido en que “no te tocaba” o “tu misión aún no termina” o “Dios te tiene preparado algo mejor”. Pero el calendario se agota y cada día se acumulan motivos para cejar en el intento. ¿De qué?
         Por más que escribo, el silencio anhelado no llega a consumarse. Al contrario. Las voces parecen intensificar su algarabía en mi cabeza y agotan la poca cordura que aún conservo. Eso no ha impedido calcular el ritmo y prever cuando se acerque la espera en el umbral. Así, cuando todo pase (cuando todo pasa), de mí no quedará ni el nombre.
         Me cuesta trabajo pensar que uno existe para los demás. Al final (o quizás con el tiempo y la experiencia) uno aprende a asimilar el hecho de escribir su ruta sobre el agua, como reza la tumba de John Keats. Mi camino ha sido una vida de renuncia, de abandono, de rechazo. Y me curto la piel con las batallas cotidianas: el gris del techo, la taza de café, el agudo vacío del estómago, el agua tibia de la regadera, el rumor de la mañana...
         La dura crítica me cuestiona por qué no me involucro en las luchas sociales. Quizás lo hago, pero no en las filas de su ejército. ¿Podría una mente enferma ayudar a un país enfermo? Por eso escribo de mí, de esto que acontece dentro, esto que me identifica con otros “hijos de Ana”. El paisaje interior también es en páramo violento, aunque el mundo se empeñe en ignorarlo al centrar sus ojos en una violencia explícita.
         Pero no creo en una política de likes o retweets. No creo en hashtags ni en manifestaciones virtuales. No creo en las revoluciones de selfies ni en citas de libros que jamás se han leído. En el fondo, me declaro incompetente. Y aunque el mundo me cuestione (la modernidad siempre tiene un opinión para todo), sé que habrá alguna etiqueta para mí que también estigmatice mi renuncia/rechazo.

         No obstante, el silencio también es una postura abierta a la interpretación. En mi silencio llevo escrito el optimismo. Pero no más.

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