En el último año me permití el
lujo de vivir. A secas. Pero un 6 de noviembre las cosas vinieron a pique y
desde entonces busco una nueva rutina que me permita la existencia. Sé que
después de tantas cosas por las que he pasado no debería ser difícil encontrar
un nuevo camino. Pero no puedo.
Anclado
en un punto en medio de la nada, a mi alrededor solo es páramo desierto, un
horizonte de frontera que no es vida ni muerte. Y de noche los demonios se
acercan acechantes para arrastrarme debajo de la tierra y sumirme en la
pesadilla interna.
Aquí
dentro hay tanto eco. Me he dejado vaciar en las páginas escritas para dejar
testimonio de mi experiencia. Únicamente los “hijos de Ana” encontrarán las
claves porque compartimos un mismo código incomprensible para “los otros”,
aquellos seres cuya existencia está marcada por el darwinismo.
Y
escribo. Me dejo la vida clavada en las palabras porque renuncio a ser una
estadística más. Renuncio a un sistema preestablecido de incompletud. Me basto
a mí mismo con esto: soy Todo/Nada. Y la silueta dibujada en el espejo me lo
recuerda cada mañana.
Con
el tiempo los brazos dejan ver la tinta con que escribo. Hoy se advierten los
surcos (ahora imposibles de borrar), el púrpura mezquino de las batallas
cotidianas y una ruta de costras tan ásperas al tacto. Por las noches me
pregunto cuánta vida me habita entre las venas y, sin embargo, por más eco
recorriendo este entramado, aún restan latidos que me aferran a “esto”.
Nadie/Nada
puede detenerlo. Sin embargo, ¿por qué prolongar la espera en el umbral? Quizás
porque mi propio testimonio aún no ve la luz en una página en blanco. Pero
pronto. Pronto. Hechos recientes han acelerado tal vez el momento. ¿Por qué
aferrarse a una existencia que te repite “no eres suficiente”?
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