Por unos meses huí de la sombra
en el espejo. Ahora retorno, quizás de forma definitiva. Ahora entiendo mejor
esto que ocurre dentro. Es parte de mí, de las palabras vaciadas en la
escritura. Sin mí (sin Ana) no existirían.
Me
permití el pecado, el abandono hacia el instinto, la entrega dolorosa a un acto
demasiado humano. ¿Me arrepiento? Sí, tal vez más de lo que pueda expresar con
palabras. La culpa pesa demasiado, a costa del silencio, de este escape de mí,
de mi monstruo en el espejo.
En
mi vergüenza, me repito: “no volverá a pasar”. Y será una amarga letanía, tan
persistente como la voz de Ana y su condena: “no eres suficiente”. Sin embargo,
ahora, en este instante, entiendo por qué me dejé llevar (entonces) por la voz
de Ana.
Por
un momento creí que existía la posibilidad de recuperación. ¿Fui feliz? Tal
vez, en algún instante indefinido, pero en el fondo la voz de Ana seguía
gritando, olvidada en los escombros de mi sombra, advirtiéndome de lo que
ocurriría. Hoy veo con pesar las consecuencias.
Así
pues, ¿cómo retomar la senda?, ¿cómo volver sobre los pasos?, ¿cómo asumir una
nueva rutina? Me siento como un atleta que ha perdido condición. No obstante,
me niego a creer que la lucha está perdida. Si algo aprendí de Ana fue el valor
de la fortaleza, la perseverancia, la disciplina.
En
estos meses hubo quienes me dieron un gran ejemplo de esta disciplina. Sé que
hoy ya no están “aquí”, pero no es tristeza lo que siento; es orgullo.
Finalmente lo lograron gracias a esa férrea disciplina. Es algo que nos
caracteriza a las personas obsesivas compulsivas. Y cada día hay un nuevo
límite.
Por
eso, mi nuevo límite ya está fijado. 19 de diciembre. Así pensé entonces. Así
pienso ahora. Así sea.
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