4 de julio de 2016

La vida en el silencio


Después de tanto tiempo de vivir con Ana llega un punto en el que pierdes la capacidad de sentir emociones más allá del rencor, el resentimiento, la amargura y una sensación de vacío que no tiene par. Tu rostro se vuelve inexpresivo, aunque la ausencia de sonrisa es interpretada por “los otros” como el reflejo de un aparente enojo. Ya lo he dicho en ocasiones anteriores: el mundo no sabe lidiar con el dolor ajeno.

         Hoy me encuentro en esa circunstancia. Los mensajes “positivos” simplemente no llegan a penetrar esa dura coraza que me impide expresar alguna emoción. Vivo en la eterna condena de Ana y el monstruo en el espejo: “no eres suficiente”. Más allá todo se vuelve silencio. Y la vida en el silencio es lo que mata.
         Esta recaída es quizás la más difícil que he tenido que enfrentar. La fuerza de Ana es devastadora. Te aleja de todo, de todos. Inhibe cualquier pensamiento que ayude a “sanar”. Y uno se ahoga en el silencio, enfrenta las batallas solo, aquí dentro, atrapado en la prisión de la existencia. Imposible que alguien se ponga en tus zapatos. Caminas descalzo por una senda de locura y muerte, mirando tu reflejo como si fuera poco menos que una sombra.
         ¿Por qué es tan difícil esta etapa? Porque cualquier llamado de ayuda implica dar razón a la condena: “no eres suficiente”. Tal vez por eso escribo: de mí, de “los otros”, del mundo en el que viven y del mundo en el que vivo, de los pequeños detalles mucho más que de las grandes hazañas. Escribo de un presente sumido en mi propia circunstancia, con la esperanza, quizá, de que algún lector vea ese llamado entre líneas y su presencia aleje por un momento la voz de Ana.
         Esta aparente calma me aterra, lo reconozco. Sé que viene un segundo impacto mucho más fuerte e ignoro hasta dónde me queda fortaleza para enfrentarlo. Ana logró lo que más temía: me arrebató la sonrisa, devoró los sueños, aniquiló el entramado que algún día llamé “amistad”. Y aquí estoy, en el umbral, en un punto entre “lo vivo” y “lo muerto”, lamiendo mis heridas para una nueva batalla, sin la fuerza ni la voluntad para “ser”.

         ¿Me arrepiento de lo ocurrido? No. Me arrepiento de lo no dicho, de la vida atascada en la garganta, de la mirada abyecta y los besos no encontrados. Lo demás que quede en el silencio.

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