Ana despierta después de un letargo de apenas unos
meses. Llevo días sintiendo cómo se apodera nuevamente de esta anatomía que se
ha dejado llevar por la locura. Su voz apenas es un susurro, pero evoca viejas
memorias que duelen demasiado para ser escritas por este medio. No sé si tengo
voluntad para resistir otro embate. Esto de las recaídas es tan complicado.
Por
un tiempo mis brazos estuvieron limpios de alguna huella de Ana. Sin embargo,
hará unas dos semanas que me exigí demasiado y ahora resiento los efectos de
una dura carga. A menudo pienso si mi destino no será dejarme caer y que ocurra
lo temido. Aunque ¿en realidad temo el fin? ¿o será que el temor radica en la
tortura de seguir con vida?
En
todo este tiempo cambié mis convicciones por atender deseos ajenos. Empeñé mi
vida por la dorada píldora de la felicidad. La realidad en bruto es cruel.
Abrir los ojos a un amanecer incierto, cargado de voces que repiten “No eres
suficiente”. Y me exijo tanto que termino con una insatisfacción diaria por no
haber cumplido esos estándares impuestos por la mente.
Quizás
aumenté de peso. Nada alarmante. Sé que con el ritual de los tres días de ayuno
perderé los dos kilos ganados, aunque este cuerpo se resista a desaparecer.
También es cierto que ha surgido un odio inusual. No es el odio dirigido hacia
la anatomía. Es a la existencia en sí. Me he encerrado tanto en mis pensamientos
que hace mucho perdí la noción de lo que implica “Vivir”.
Dejo
que los días pasen sin trascendencia alguna que desvíe mi camino, pero ¿hacia
dónde conduce el sendero? En mi horizonte solo se dibuja un ocaso donde nada
tiene nombre y la existencia se limita a una gama de colores grises sin tener
una forma definida. La voz, quizás, es lo que da secuencia y orden a esta
superposición de colores. La voz de Ana y su amarga condena: “No eres
suficiente”.
¿De
qué me he perdido por exiliarme de una existencia impuesta? Nada. Todo. Quizás un
destino que aún no ha sido revelado. Pero las horas pasan y yo me hundo en el
silencio.
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