27 de octubre de 2019

252. La guadaña


En mis tiempos de tierna infancia viví algunas temporadas en Polonia, no en la gran urbe, sino en los suburbios, antes de la gran guerra, cuando eran comunes las escenas campestres de cosechar los frutos del otoño.

         Durante aquellos años me grabé muy profundo una escena que difícilmente olvidaré y que incluso se grabó aún más profundo ante ciertos acontecimientos que viví en mi juventud: una muerte violenta e inesperada.
         Me recuerdo caminando con mi cabello trenzado y mi vestido color verde seco, con un delantal de manta bordado con flores color perla, crema y paja. Era un mediodía nublado, un día de colores quebrados en una paleta que se repetía en las cientos de hectáreas a mi alrededor. De cuando en cuando emergía alguna silueta con alguna tela blanca para cubrir el cabello y se volvía a esconder en el mar de color paja.
         Seguía la constante recomendación de Rebeca para silbar en mis caminatas, por si acaso algún despistado no me viera entre los cultivos. Y silbaba mientras miraba las espigas de trigo, cebada y centeno a mi alrededor, las tocaba con mis manos y gustaba de la sensación a cada paso, aunque fuera de mí y del sonido del viento mover los campos color paja y dorado, nada más se escuchaba.
         Fueron varios días así, varias temporadas, hasta que en una ocasión un grito rompió el silencio del día y me detuve en seco. A mi derecha, un pequeño de apenas tres años yacía decapitado entre las espigas, bañado en sangre, la cabeza a unos pasos de su cuerpo y una vieja campesina con los ojos bien abiertos, impactada, en shock, sosteniendo una guadaña afilada con la que segaba el trigo y sus doradas espigas.
         Ignoro si es casualidad que algunas representaciones de la Muerte la imaginen acompañada de una guadaña, con su larga cuchilla, curva, puntiaguda, sujeta a un mango a cual más de variado sostenido por una de sus manos huesudas.
         No era la primera ocasión que veía la muerte de cerca, pero sí era la primera que me había impactado. Los días siguientes (años después incluso) mis sueños siempre terminaban con la imagen de una guadaña y un grito que rompía el silencio del inconsciente.
         No olvidé, pero trascendí el “trauma” una vez que me enfrenté a la muerte de manera diferente: yo era la homicida.

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