Cuando se trata de biografías, he de andarme con cuidado para no
adquirir un libro insoportable (por tedioso), plagado de datos y datos sin una
estructura digerible que invite al disfrute de la lectura. Tal vez por dicha
razón mi gusto se inclinó más por las Letras (que también tiene sus detalles)
que por la Historia.
Si bien mi gusto por la
segunda no mengua (porque es indispensable tener una cultura general y más
cuando se trata de historia nacional), tengo predilección por las biografías
noveladas o las memorias que, aunque no son propiamente historia por no ceñirse
a hechos comprobables, basan la trama en datos sustentados por esta rama de las
Humanidades a la que pocos que recurren por “prejuicio”.
Uno de los primeros
diez libros que leí como adolescente fue Memorias
de Cleopatra, de la historiadora Margaret George, quien llena con ficción
(muy detallada) el vacío dejado por los hechos comprobables a tal grado de
poner en boca de Cleopatra las palabras: “Tranquilo, corazón. Obedéceme y
detente, pues ya he terminado”.
Más tarde descubriría Noticias del imperio, del escritor
Fernando del Paso, con ese lenguaje tan rico para crear frases como “Yo soy
María Carlota Amelia Victoria Clementina Leopoldina, Princesa de la Nada y del
Vacío, Soberana de la Espuma y de los Sueños, Reina de la Quimera y del Olvido,
Emperatriz de la Mentira”.
Con el tiempo llegaría
a mis manos Flush, una biografía, de
la escritora Virginia Woolf, quien experimenta con este género desde la visión
de un perro para abrir al lector una nueva perspectiva de lo que implican las
memorias. Y así fui encontrando diversas expresiones del género que me llevaban
desde los best-sellers como Azteca, de Gary Jennings, hasta estudios
completísimos (y también tendenciosos) como Sor
Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, del Nobel Octavio Paz.
Sin embargo, ninguno de
los libros consultados hasta hace unos días me atrapó de tal manera como Luis Moya. El revolucionario y una
retrospectiva de familia (Texere Editores, 2014), de Santiago Delgado Prado
y Eleazar Díaz León. Debo confesar que comencé la lectura con ciertos
prejuicios, en especial porque habla de un periodo que, en lo personal, me
parece denso y, a pesar de ello, fundamental para entender nuestro presente
como mexicanos.
Pero conforme avanzaba
en la lectura, me vi envuelto en sus páginas y aunque fueran las dos de la
mañana, me decía “un capítulo más”. ¿Qué me atrapó? En primera instancia, la
historia de Luis Moya se nos presenta en un lenguaje coloquial, entre oral y
poético, que involucra al lector en lo que se está narrando. Por supuesto, hay
datos esenciales que nunca se deben pasar por alto cuando se escribe una
biografía. Ahí están, ocultos en sus páginas, sin invadir la historia del
personaje revolucionario.
¿Por qué resaltar esto?
Porque pudo haber sido un texto “científico” dirigido solamente a docentes
investigadores, pero acerca la historia (el pasado) a un público más amplio,
aquél que evita la lectura cuando, tratándose de historia, también tiene el
prejuicio de estar frente a un listado de fechas y acontecimientos “sin sazón”
para ser digeridos y asimilados.
En Luis Moya, el lector también tiene la posibilidad de llenar los
espacios en blanco dejados por la historia, como sugieren los autores respecto
a la muerte de este zacatecano que, mucho antes de la Toma de Zacatecas (cuyo
centenario celebraremos este año), ya había tomado posesión de las campanas de
Catedral con una tropa mucho menos espectacular de lo que fue el ejército
revolucionario en la gesta de 1914.
El plus de este trabajo realizado por Santiago Delgado y Eleazar Díaz
lo conforma un recetario perteneciente a las mujeres de la familia de Luis
Moya, con platillos que, además, daban cuenta del nivel de vida que tenía el
personaje revolucionario biografiado. A través de las páginas del libro, uno
puede imaginarse a Luis Moya degustando unas galletas rogadas sopeadas en atole
de cajeta de leche el día que visitó a su hija Amalia, ese Domingo de Ramos en
que Zacatecas fue tomada por las tropas de Luis Moya en 1911.
Para completar este
trabajo que debió costar años de investigación, los autores nos ofrecen una
selección fotográfica de los objetos (“tesoros”) de los descendientes de Luis
Moya, cuyo árbol genealógico también se incluye.
¿Qué puede esperar el
lector? Una buena historia, con pasajes reflexivos y otros más jocosos, que en
conjunto nos invitan a indagar en un pasado retratado más en los corridos
revolucionarios que las páginas de un libro.
Muy buena reseña Heraclio: reflejas en pocas palabras la esencia de ese libro tan bonito. Atentamente: Mamá Cuervo.
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