No fueron pocos quienes pidieron esta entrada en el blog y, a pesar
de mi renuencia, aquí está mi opinión respecto al 17 de Mayo, Día Internacional
(y Nacional también, desde este año) de Lucha Contra la Homofobia.
Si bien en ocasiones
pasadas hacía referencia a esta fecha en respuesta a declaraciones de la
Diócesis de Zacatecas, en esta ocasión no escribiré un panfleto por encargo.
Quiero escribir desde mi experiencia, desde mi punto de vista como observador
de la naturaleza humana y también como miembro de la comunidad Lésbico Gay
Bisexual Transgénero Transexual Travesti e Intersexual (LGBTTTI). Sí, con todas
sus letras, por mucho que cueste escribirlas.
¿Por dónde empezar esta
disertación? Tal vez por lo primero que me viene a la mente: el por qué de esta
conmemoración. En 1990, en esta fecha, la Organización Mundial de la Salud
(OMS) retiró de su lista de enfermedades mentales la homosexualidad. Para
entonces yo tendría cinco años de edad. Aún no sabía lo que era la
homosexualidad y, sin embargo, ya usaba los tacones de mi madre. ¿Preocupante?
Al parecer a la psicóloga de la escuela le alteraba el hecho de que en las
actividades de grupo yo prefiriera realizar “labores domésticas” antes que
unirme al grupo de niños que jugaban con sus carritos en el patio.
El ejemplo no está muy
alejado de la década en la que vivimos. Desde entonces se han conquistado
derechos. Se han creado instituciones para garantizar esos derechos. Se han
generado programas educativos que pretenden integrar la diversidad sexual
dentro de la pedagogía. Y, sin embargo, seguimos viviendo como en ese 17 de
mayo de 1990 o quizás como mucho tiempo atrás.
La Iglesia católica (al
menos en México) parece inflexible en el tema de la unión matrimonial entre
personas del mismo sexo. No los acuso. tampoco los defiendo. Su postura es muy
respetable, mientras no se incite al odio. No obstante, en la sociedad mexicana
(por poner un ejemplo cercano) pervive un modelo falocrático patriarcal que
“señala” la diferencia, la cual debe ser castigada, marginada, exterminada (en
el peor de los casos). Se puede ser un alcohólico, violador de menores, ratero,
asesino, estafador, promiscuo, hasta político; pero ser una persona con
orientación sexual homosexual es lo peor, desde esta perspectiva.
Tampoco quiero hacer
una apología de la comunidad LGBTTTI colocándola permanentemente en el papel de
víctima. Porque los tiempos cambian y también las mentalidades. No solo la
comunidad LGBTTTI ha conquistado derechos que parecían reservados
exclusivamente a la heterosexualidad. Ahora es posible establecer uniones
civiles que, al menos en el papel, dan la posibilidad de que las relaciones
entre personas del mismo sexo tengan una certeza más allá de la palabra y la
“fidelidad” (ese término tan chocante).
Ahora también (al menos
en algunos estados) las parejas del mismo sexo tienen acceso a la seguridad
social, ya pueden heredar sus bienes sin juicio de por medio, incluso es
posible visitar a la propia pareja en el hospital cuando alguien es intervenido
quirúrgicamente. En algunos estados ya es posible donar sangre como cualquier
persona que se precie de ser heterosexual (como si eso garantizara que la
sangre estará “limpia”).
Pero el problema que
veo (y que no solo se refleja en la comunidad LGBTTTI, sino en general entre
toda la población) es que las nuevas generaciones vienen al mundo con estos
derechos ya conquistados (la libertad de expresión, educación gratuita y laica,
entre otros derechos), sin ser conscientes de que estos derechos no les fueron
dados de forma gratuita, sino que las generaciones previas tuvieron que luchar
por ellos y algunos hasta morir en el intento.
Ahora bien,
centrándonos en la comunidad LGBTTTI, veo a las nuevas generaciones también con
esta falta de conciencia respecto a los derechos conquistados. El 17 de Mayo no
representa para ellos el homenaje a la lucha emprendida para llegar al punto en
el que estamos (a medio camino, si se quiere, pero al menos con avance). Al
contrario: el “desfile”, el show en el antro, el motivo para sacar la bandera
de colores y gritar al mundo que se tiene una orientación sexual diferente a la
heterosexual. ¿Qué hay más allá? Tal vez frivolidad. Perreo. Bufar. Cosas que
también caracterizan a la comunidad, pero que no abonan al clima de respeto por
el que se pugna.
Yo no necesito bufar
para sentirme “más” homosexual. Yo no necesito perrear para sentirme “más”
homosexual. Yo no necesito ofender al mundo respecto a la sexualidad solo
“porque puedo”. Yo “soy”, lo demuestro cada día siendo mi “yo mismo”,
consciente de que puedo “ser yo” gracias a esos activistas que lucharon y otros
que siguen (seguimos) en la lucha para continuar conquistando derechos hasta
tener una sociedad de igualdad, de respeto, de integración.
Yo no podría pavonearme
de ser “el homosexual que más bufa” sabiendo que hay tantos crímenes de odio
por homofobia sin respuesta, que quedaron en los encabezados de los periódicos
como “Puñal mata a puñal”, como si por el hecho de ser homosexual uno buscara
morir a manos de los otros. ¿En qué cabeza cabe que unos tacones del diez, las
pelucas bombachas y las largas pestañas postizas me harán “más homosexual”? La
indumentaria no define en mayor o menor medida la homosexualidad, solo es parte
de una identidad que va más allá de las prendas que uno vista. La
homosexualidad también se trata de “ser”.
Desde aquí envío mi
respeto y admiración para los activistas que permanecen en lucha, conscientes
de que falta mucho para llegar a una sociedad de igualdad, de justicia, de
equidad. Gracias por todas las batallas libradas desde todos los frentes.
Estamos juntos.
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