Las mudanzas siempre son una
especie de cambio de piel. En el proceso uno advierte esa manía acumuladora de
coleccionar cosas, detalles, objetos, como si ellos contuvieran el instante.
Pero ese “instante” también lleva todo el peso de las circunstancias. En cada
“mudanza”, ¿qué nos llevamos en realidad hacia el siguiente destino?, ¿qué
dejamos en el camino, como si fuera una carga “inútil”?
Y,
sin embargo, hay cosas de las que a pesar del tiempo uno no puede desprenderse.
Unos le llaman aprehensión, arraigo, sentimiento de pertenencia. En otros
casos, es amargura, resentimiento, rencor; “detalles” más peligrosos si se toma
en cuenta que al pasar de los años se vuelven cada vez más tóxicos.
En
cada metamorfosis, las cosas no cambian: se ven con ojos diferentes. Las
experiencias acumuladas, más el peso de las circunstancias, nos otorgan un
nuevo filtro en cada ocasión para ver el mundo desde nuevas perspectivas. En
ocasiones advertimos esas piedras en el camino que nos han curtido la piel,
dejando huellas de las batallas libradas.
Alguna
vez escuché que la vida se divide en etapas de siete años. En los primeros
siete, uno vive la experiencia de venir al mundo por primera vez, aprende lo
básico para sobrevivir; son los primeros pasos. Hacia la segunda etapa, se
forjan relaciones más entrañables con el mundo y aquellos rostros que llegan a
tocar nuestro corazón perduran a través de los años, aunque son contados.
La
tercera etapa es un nuevo descubrir el mundo, desde la adolescencia, visto a
través del filtro que nos otorga el despertar de la sexualidad; es la etapa en
la que se definen la personalidad y la identidad. Hacia la cuarta etapa
consolidamos una etapa de crecimiento para sentar las bases que nos permitan
disfrutar de la siguiente etapa, la quinta, en la que se “sufre” un nuevo
proceso, el cambio más importante porque de ello dependerá el futuro de las
siguientes etapas.
Si
me pusiera a analizar mi propio camino, diría que mis etapas estuvieron
mezcladas. Me adelanté a muchas cosas; me retrasé en otras. Puedo ser una
persona muy madura en muchos aspectos de la vida, pero sigo ignorando otras
cosas, más por inocencia que por falta de cultura. He vivido demasiado y, al
mismo tiempo, tan poco que mi propia personalidad es algo complejo, difícil de
entender, de asimilar.
He
forjado mi camino en la locura, en la abyección, en la complicidad con el
espejo, en la belleza rara, en la palabra y el silencio, en la tortura de ver
las cosas hacia atrás o hacia adelante, nunca hacia el presente. Y sin embargo,
escribo del presente sumido en circunstancias determinadas por el pasado. Mi
obsesión con el tiempo no me permite disfrutar de la impuntualidad de la gente,
porque siento que me roban minutos de vida.
Con
el tiempo, me he acostumbrado a la soledad, al silencio, a una rutina. Me
estresa salir de ese esquema quizás porque mi dinámica ha sido la convivencia
con el espejo, no con otros rostros y nombres que se han cruzado en el camino.
¿Por qué aislarse?, ¿por qué vivir ajeno a lo que acontece?, ¿por qué no
ahondar en las relaciones humanas inmediatas?
Tal
vez porque en mis experiencias aprendí a no confiar en la gente; también que la
gente no debe confiar en mí.
Porque con “ser” no basta,
hay que llegar a “ser”
-¿qué “ser”?-
en la aventura de estar viva
con voluntad,
suficiente para jubilarse
y pagar las facturas del entierro.
Que el impuesto no amaine la sonrisa,
que el trabajo lo vence todo;
así dicen,
lo juran testamentos
arrancados de la boca del cacique.
Y uno aprende a escatimar centavos,
regatea la felicidad
-gratuita-
con frecuencia inadvertida en la rutina.
Mirar el cielo al ras del suelo,
ansiar la estrella convertida en alba,
abarcar el universo en un segundo;
todo belleza,
oculta a los ojos del
sistema.
Mi corazón,
producto interno bruto;
estas manos mías,
el alza en la industria
de la tierra;
el hijo no parido,
las letras ya aprendidas,
el sueño errado en vocación;
todo es una estadística
donde no entra mi silencio.
Y, sin embargo, se mide la tristeza
con dos de cada tres,
el hambre en seis de cada diez,
el frío abismo de orfandad,
los años recorridos,
la carne trémula dispuesta en el altar.
Así pues,
¿qué es la vida más allá del número?
Porque a mi muerte
seré al suma de las muertes;
perderé mi rostro,
mi propio nombre,
la experiencia guardada en estos ojos;
mi cuerpo,
un ave de ceniza;
mi lengua,
grafía que se lleva el viento;
el “Yo”,
un “otro” convertido en “esto”;
mi sombra,
un ente que no aporta al desarrollo.
Porque al final de todo
solo me queda el horizonte.
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