16 de abril de 2019

105. La piel


Se ha dicho que la piel es el órgano más extenso en el hombre. Millones de terminales nerviosas yacen debajo de esa delgada capa para otorgarnos uno de los sentidos más memorables donde las experiencias se guardan en el pequeño espacio que ocupa un poro.

         La piel tiene memoria. Es muy curioso cómo ciertas texturas o contactos nos traen a flote determinadas experiencias que se han quedado grabadas y, así sean experiencias negativas, vienen al presente en un instante, incapaces de ser retenidas en el pozo del olvido al que les hemos condenado.
         Al igual que ocurre con otros sentidos, el tacto parece guardar mucho de nosotros, a pesar de que no seamos conscientes de todo aquello que conservan para la memoria.
         Estamos tan absortos en nuestra cotidianidad que el estímulo que se repite una y otra vez pasa desapercibido, mientras que aquellos estímulos que trascienden lo cotidiano se vuelven más profundos en su grabado sobre la piel y facilitan su salida a flote cuando fortuitamente emergen ante nuestro presente.
         Los hijos de Ana son un caso aparte. Su sensibilidad al tacto es demasiada que incluso hiere. Abundan las sensaciones negativas ante dichos estímulos, la mayoría conservados en la memoria bajo la forma de cicatrices, aunque tales memorias no conservan las mismas características que los estímulos positivos, los cuales son más raros y más difíciles de aprehender.
         Sé de su dolor porque también lo viví por muchos años. Lo he vivido y aún lo vivo (sobrevivo) en ese mar de estímulos negativos. Mi piel se ha convertido en un lienzo de tatuajes llamados cicatrices. Son mi testamento, mi biografía, mis memorias publicadas en un lenguaje que solo los hijos de Ana conocen.
         Recuerdo cada corte, la textura del algodón frotándose contra la extensión de piel sobre mis brazos para contener la sangre derramada, incluso cada gota de sangre que escurría tibia y al cabo de los minutos formaba coágulos cada vez más fríos. Ya secos, la textura de mis brazos al cerrar los ojos era como imaginar una escalera que se extendía de manera indefinida.
         “Y me querrás con cicatrices porque antes de ti hubo una historia y ni tú ni yo borraremos lo que he sido”. Así escribí hace mucho, entonces, cuando había un destinatario a mis palabras. Hoy que no queda más que el eco, cierro los ojos y me toco estas palabras grabadas en la piel para recordarme que he vivido a pesar de mí, que esta existencia y este cuerpo en el que habito también tienen voluntad, aunque me resista.
         Pero al abrir los ojos la memoria se hace polvo, porque incluso el nombre, mi propio nombre, se volverá silencio.

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