9 de abril de 2019

98. El ave


Si algo de belleza tiene abril son las jacarandas en flor (en oriente, los cerezos) que inundan las calles y plazas de una alfombra color lila bajo el cielo de un azul tan intenso que parece irreal. Es la época en la que amanecer se torna una sinfonía de trinos y cantares de aves que buscan su lugar para continuar el ciclo de la vida.

         Urracas y cuervos que en otoño e invierno tomaron posesión del mundo ahora se esconden para ceder sitio a parvadas multicolor cuyo trinar es una melodía más bella que el violento sonido de nuestros corazones, melodía que es más intensa en aquellos lugares con grandes áreas verdes llenas de árboles de todo tipo.
         Eso tiene la primavera: es un espectáculo de luces, colores y sonidos que parecen dar vida a nuevo mundo luego del intermitente silencio del invierno y sus colores opacos. Y, sin embargo, aun en medio de la belleza se esconde un poco de dolor (ignoro si se esconde por voluntad, si se trata de una omisión nuestra o si es algo tan obvio y evidente que lo pasamos por alto).
         No sé mucho de aves (en realidad no sé mucho de nada). Me agrada su canto al despuntar el alba, incluso ha habido años en los que han hecho su nido en el marco de mi ventana, resguardados por la protección que les brinda la bugambilia que ha crecido en su enramaje durante treinta años y cada primavera se llena de un púrpura intenso en grandes racimos.
         Solo hubo un año (la distancia temporal ya no la recuerdo) en el que la primavera se manifestó con fuertes tormentas y lluvias intermitentes de forma prolongada. Ni un rayo de luz penetró la densidad de las nubes en al menos dos semanas y media. Fue un lapso en el que ese nido fue un hogar huérfano, únicamente quedó un pichón que aún no había aprendido a levantar el vuelo.
         Pasaron los días y no cantaba, parecía tener miedo y con el pasar del tiempo el miedo se convirtió en abandono. En sus pequeños ojos se podía leer esa pérdida de expectativas, ahí donde falta la voluntad de vivir y de existir. Y se dejó morir porque no tenía más en el mundo, ni siquiera a mí, triste espectador (¿qué podía ofrecerle sino este vacío que aún me carcome?).
         Unos días antes de que cediera la tormenta y diera paso a la luz del sol, abrí la ventana y me encontré con un cuerpo diminuto envuelto en un mar de hormigas que poco a poco le fueron devorando. Me identifiqué, aunque en el fondo lo que sentí fue envidia (todavía persiste el sentimiento). Había logrado lo que yo no he podido hasta la fecha: cruzar el umbral a pesar de la vida.
         Y aquí sigo en mi silencio, también con los ojos grises (unos dicen que han perdido su fulgor), mirando la ventana florecer y marchitarse con los colores de la bugambilia. Un día estos racimos de flores cubrirán el nombre de mi tumba. Me ocultaré en silencio.

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