22 de abril de 2019

112. La sobriedad


Cuando conoces una forma de evadirte del mundo, vivir en ese estado llega a convertirse en un refugio, una zona de confort donde la ceguera es más amena que enfrentar el mundo del que nos evadimos. Así pasa con el ciclo de ebriedad y sobriedad.

         No es secreto que hoy existo a la sombra del alcohol. Ignoro hace cuántos años de vivir bajo estas circunstancias, lo que no me ha impedido construir mi propio mundo ajeno a este entorno que me rodea, un mundo en el que la lógica se llega a invertir en algunos casos y trastocan las leyes establecidas por la humanidad.
         Mi propia realidad era una violencia que hería los sentidos. De alguna forma llegué al alcoholismo. Se empieza por probar y después aumentan las dosis, como las drogas, de cualquier tipo. Ese estímulo ofrece un poco de confort cuando has vivido en un entorno adverso.
         Con los sentidos alterados por el alcohol, veía mi propia realidad bajo otro filtro, uno que quizá matizó esto que me ha dejado cicatrices para recordarme que estoy viva a pesar de renunciar a la vida y la existencia. Porque la renuncia no es gratuita.
         Podría imaginar mi vida en sobriedad, ajena a los influjos del alcohol y su realidad distorsionada, pero tal vez no estaría escribiendo estas líneas en este momento. La vida ha sido demasiada para ser tolerable en su crudeza. Al menos el alcohol ha despertado voces que me acompañan en mi soledad.
         La sobriedad me habría conducido a otro tipo de locura, aquella victimista donde te arrebatan la voluntad y la poca humanidad que aún pueda conservarse en este recipiente llamado cuerpo. Me habría perdido a mí misma en manos ajenas a estas que hoy se llevan a la boca una copa y otra en su intento por escapar de mí.
         Sabido es que el alcohol desinfecta las heridas. Tal vez la ciencia no estaba muy alejada de esta circunstancia. Ahogo en alcohol las memorias que transformadas en veneno van aniquilando lo que me ha podido construir, así sea una ruina en mi presente.
         He vivido lo suficiente. Estos ojos no necesitan enfrentarse otra vez a un mundo que les es adverso. Hay ocasiones en que la ceguera puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Tal vez estoy muerta en vida, pero he vivido a pesar de mí. A estas alturas la sobriedad sería la muerte, una de otra variedad, donde las voces abandonan sus palabras y se dedican a contemplar mi partida.
         Mi madeja de vida está empapada en alcohol porque cuando suceda lo que ha de suceder, le prenderé fuego para asegurarme de que sea mi última existencia. Al final moriré con la esperanza de que sea mi voluntad y no la ajena.

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