30 de abril de 2019

120. La puerilidad


Celebramos la infancia como una fiesta de color que pretende ocultar las infancias que no hemos podido salvar en la vida adulta. Decía Alfonso Reyes que “infancia es destino”. Es en la infancia que se configura en buena parte nuestra identidad y personalidad. Lo que se viva en esa etapa puede determinar nuestra vida adulta.

         Se habla mucho del niño interior como esa capacidad de asombro ante las cosas simples de la vida. Habilidades y destrezas que deberían mantenerse en la vida adulta y, sin embargo, muchas se pierden, como la creatividad, la empatía, la sensibilidad, la inocencia.
         Conservar al niño interior implica mantener la imaginación despierta, porque la imaginación es un motor para la creatividad, amplía nuestro horizonte y nos permite ver las cosas simples de la vida por encima de la niebla que nos aqueja en el día a día.
         Pero hay quienes han confundido este conservar el niño interior con ser “infantiles” en la vida adulta. A esta conducta le llaman “puerilidad” (no hace falta remitirse a la etimología de la palabra “pueril”), aunque se limita a ciertas conductas que son graciosas o atractivas en un menor, mientras que en un adulto pueden rayar en el ridículo.
         Me parece un tanto incongruente, pues hacer el ridículo es a menudo un juicio sobre actos que se emprenden por mera simpleza, impulsivos, que no atienden a un razonamiento de la vida adulta. Francamente, la vida simple, sin el razonamiento de la vida adulta, parece una vida más sencilla que sumergidos en las tribulaciones de la vida adulta.
         Si bien las infancias no son una sola, hay cierta insistencia en sublimar una sola infancia con atributos de bondad, inocencia y gracia, pero se tiende a olvidar que las infancias también sufren, lloran, sienten emociones negativas, aprehenden esas experiencias crudas de la vida que les curten desde temprana edad, como ha sido mi caso.       
         ¿Sería una mujer diferente si mi madre no me hubiera abandonado al entregarse al suicidio?, ¿me habría querido?, ¿me hubiera abandonado de cualquier forma? No sabré la respuesta, pero sé que soy una mujer diferente a todos los modelos de mujer que pude llegar a ser.
         La infancia es una semilla que con el tiempo crece para transformarse en un árbol y en su madurez derrama sus semillas para multiplicar sus raíces. Pero aquí dentro soy tronco seco, hueco, donde anidan cuervos y polillas que dan un soplo de vida (simulan un soplo de vida) en este corazón de cenizas.
         La infancia es destino. La paradoja está en construir un camino propio a pesar del destino. Lo demás puede morir en el silencio.

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