18 de abril de 2019

108. El encuentro


Cualquiera diría que son dos desconocidos. Uno va y el otro viene y en la distancia se cruzan las miradas con aquella intensidad que solo el corazón conoce. En los ojos habita un poco de memoria que a cada paso evoca los instantes que quedaron en reposo mientras las heridas sanaban.

         Ni un “hola”. Ni un “adiós”. Ni un “hasta luego”. Únicamente las miradas que se penetran y se impactan en los sentidos como meteoritos sobre los satélites del universo. ¿Habría necesidad de palabras? Nadie lo sabe, solo ellos, cuyas vidas fueron vinculadas por un pasado común.
         Son dos personas que caminan por la misma calle al mismo tiempo, aunque en sentidos contrarios. Solo ellos se reconocen en la distancia y nadie más entra en ese espacio donde cabe la mirada. Curiosamente, el mundo se vuelve relativo y todo sonido, toda sensación, todo aroma, todo sabor, todo color y forma ajenos a ese espacio entre los dos carece de sentido.
         Podrían detener su andar y cruzar palabra. Podrían saludarse con la mirada y seguir su camino. Podrían ignorarse con los ojos y omitir cualquier otro contacto en lo sucesivo. Nadie lo sabe, únicamente ellos que comparten una historia común, ajena a los ojos de los demás peatones.
         Así es como recuerdo mi encuentro con uno de mis victimarios. Un encuentro fortuito, a la luz del día, ignorantes de que nuestros pasos nos llevarían a vernos los ojos nuevamente. Imposible olvidar sus ojos inyectados en violencia una noche de hace muchos años en un callejón oscuro junto a la puerta trasera de un bar.
         Sus manos rodearon mi cuello una vez que me habían impreso sus puños en el cuerpo y en el rostro. Y le sentí dentro, rasgándome esta maldición de ser mujer, penetrando en el mundo que había creado para mí como refugio a todo esto que cargo desde mi llegada al mundo.
         El encuentro pudo ser memorable si uno y otro hubiéramos detenido nuestra marcha y atender a ese impulso que despertaba la evocación de nuestro pasado mutuo. Imposible no leer en sus ojos lo que ocurrió aquella noche. Desvió la mirada y también su camino, como si mis ojos fueran juez de los actos cometidos.
         No fue el primer encuentro, pero sí se quedó grabado en la memoria, tal como se grabó nuestro último encuentro: sus ojos inyectados en violencia se tornaron el terror viviente en un rostro convulso, la boca abierta escupiendo el veneno de mis ansias.
         Nadie sabrá su nombre. Nadie sabrá de su rostro. Me guardaré su memoria en el mismo sitio a donde van los muertos.

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