28 de abril de 2019

118. La vocación


En mi juventud, cuando llegué a cursar mis estudios básicos, llevaba una materia llamada algo así como “Orientación vocacional y formación para la vida”. Básicamente se podía resumir en la educación de la fe, analizando los principales postulados de la Iglesia católica (claro, sustentados en las publicaciones del entonces Papa Juan Pablo II) en torno a temas contemporáneos como el aborto, la sexualidad humana, la homosexualidad, el feminismo, entre otros.

         Dicha materia parecía no tener otra finalidad más allá de reforzar la fe en una doctrina, considerando que muchos aspirábamos a seguir nuestro camino hacia las humanidades y las ciencias. Sin embargo, en la mayoría de los casos lo único que provocó fue que nos alejáramos de la doctrina o que viviéramos por años con sentimiento de culpa por haber tomado una decisión libre y razonada.
         Si desde un principio la materia se hubiera concentrado en realmente orientar sobre las vocaciones y formar para la vida, quizá nos hubiéramos ahorrado muchos años de culpa, sufrimiento y aspiraciones frustradas. Pero la mayoría sobrevivimos a esa etapa, aprendimos a sobrellevar la carga de culpa y muchos años después nos liberamos de esa carga, aunque dejó secuelas que tal vez nunca sean eliminadas.
         Hay un dicho muy popular que reza: “el que nace para tamal, del cielo le caen las hojas”, como si la vocación fuera innata, olvidando que las habilidades y destrezas se desarrollan desde la primera infancia si se ofrecen los estímulos adecuados en un entorno creativo. Tal vez por eso muchos fracasamos en ciertas áreas, mientras vemos a otros florecer y brillar por su creatividad.
         Mi primera infancia transcurrió en la violencia del hogar y después en las calles de una ciudad cuya violencia se ha acrecentado. Mientras otros niños aprendían a dominar sus manos preparándose para la escritura, yo aprendía a estar callada, a guardar secretos de lo visto y lo vivido, a seguir instrucciones y cumplir lo que se me había encomendado.
         Quizá por esa razón hoy me siento cada noche en la misma mesa del mismo bar a ver las otras mesas, en ocasiones alguien ocupa asiento en mi mesa y escucho sus historias, con la promesa de que esta boca no dirá palabra sobre sus confesiones. Tal vez esa es mi vocación y la encontré en mi vejez, en el umbral, a punto de partir.
         Porque en vida intenté de todo y aunque en todo triunfé, parecía no encajar con mis deseos. Una vocación, para serlo, no solo debe limitarse a desempeñar una acción de manera óptima y ser bueno en ello. A menudo olvidamos que la vocación también debe ser satisfacción personal.
         Mi otra vocación es el homicidio: aquí dentro aniquilo las palabras contenidas, porque al final de todo mi propio nombre se volverá silencio.

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