Hoy el lenguaje se ha convertido en un arma, mucho más que en una
herramienta. No creo que el bullying
sea un fenómeno actual. Es la etiqueta impuesta por el siglo XXI para una
violencia que ya no puede ser omitida, una violencia que lleva décadas en
nuestra sociedad, que carcome la identidad, que corroe la “humanidad” que
pudiera definir a una persona. ¿Carilla?, ¿algo “natural”? Me explico.
De inicio, sería
maniqueo tratar de clasificar el fenómeno en víctimas y victimarios. El
problema es más complejo. Aquello que denominamos “una nalgada a tiempo” parece
cobrar más vigencia hoy, cuando las nuevas generaciones no pueden ser “tocadas
ni con el pétalo de una rosa”. En consecuencia, los jóvenes no tienen un
referente de lo que son los “límites”; viven a la deriva entre lo que es
“bueno” y es “malo” (un sistema binario tan básico en una sociedad que se precie
de ser “civilizada”) porque desde la infancia, cuando se construyen estos
conceptos en la mente del niño, no se establece este sistema.
Podría arriesgarme a
afirmar que los jóvenes “violentan” a otros jóvenes porque es “normal” (para
ellos) cometer actos violentos en la adolescencia. ¿Quién les ha enseñado lo
contrario? Nadie. Y, sin embargo, la mayoría de los medios de comunicación
insisten en que esta enseñanza empieza en casa, casi al grado de afirmar que
debería ser un delito que en los hogares no se fomente esta cultura del
respeto. Tan fácil de decir, tan difícil de aplicar.
¿Cómo esperan que los
padres dediquen más tiempo a sus hijos, que los vigilen, que los “eduquen”,
cuando vivimos tiempos en que un salario no basta para mantener a una familia?
Tal vez generalizo, pero podría afirmar que la mayoría de los jóvenes
“agresores” provienen de familias disfuncionales, con padres que deben trabajar
jornadas extra o incluso tener dos empleos para “medio sobrevivir”.
Está bien entregar
“amor” a los hijos, pero los hijos no viven solo de amor. Se requiere dinero
para alimentarlos, para vestirlos, para darles un techo, un nombre (hasta las
actas de nacimiento tienen un costo). No obstante, la sociedad actual aún se
escandaliza por las manifestaciones del bullying
que han derivado en muchos casos en la muerte de la persona que es objeto de
violencia, ya sea por homicidio o por suicidio. ¿Quién es “más” responsable en
estos casos? Y digo “más” porque en este sistema de violencia no hay un solo
responsable.
¿Hasta dónde el bullying es un reflejo de la decadencia
de los tiempos, de esa pérdida de “humanidad”? Ya la Iglesia católica advertía
de una pérdida de valores que incide en los problemas sociales que hoy nos
afectan: desintegración familiar, violencia, narcotráfico, homicidios... y, sin
embargo, la Iglesia, a pesar de hacer un llamado a ver el problema, también ha
perdido crédito ante la propia corrupción que permea en la institución.
Pero el objetivo de
este comentario no va en ese sentido. Si tomamos en cuenta solo el binario
“víctima-victimario”, ¿qué siente la persona al ser objeto de violencia?, ¿qué
pasa por su mente?, ¿hasta dónde le afecta ser violentada para llegar al
suicidio (o intentarlo)? Más allá de los casos que han sido titulares en los
principales diarios de circulación nacional (magnificados por el poder de las
redes sociales), he conocido casos de primera mano, con testimonios
escalofriantes, pero con los cuales también me identifico (aunque no entraré en
detalles).
Recientemente un amigo
a quien estimo demasiado por fin dio señales de vida, luego de poco más de un
año de no saber de él. En ese año dejó sus estudios. El bullying llegó a tal grado que tuvo dos intentos de suicidio.
Precisamente cuando me contaba los detalles él permanecía internado en el
hospital tras su segundo intento (y en el que “casi lo logra”).
¿Dónde estaba su
familia? Ahora no tiene madre (y no en ese sentido). Vive con su padrastro (un
ser tan ajeno a lo que ocurre con su vida, al igual que su única hermana). Y mientras
mi amigo me relataba lo ocurrido en este último año, no podía dejar de advertir
una especie de “abandono” de sí mismo. Con una mente de una creatividad que me
asombra y un talento que no se atreve a exhibir, mi amigo vive con temor a
salir a la calle (siempre había alguien para “molestarlo”), a expresar sus
sentimientos (el abuso sexual seguro no estaba entre sus planes), a “crecer”
(en referencia a su anatomía) como “hombre”.
¿Cuántos casos de este
tipo no he atestiguado? Están las personas con anorexia (cuyos trastornos van
más allá de la etiqueta “lo hacen por vanidad, por moda”), también quienes se
realizan cortes en la piel (en un fenómeno perturbador en el que solo cabe la
impotencia), los que se abandonan al delirio del alcohol (porque es más fácil
asumir una realidad de ese modo que “sobrevivir” cuando todo se ha perdido),
aquellas personas que se entregan a prácticas de riesgo...
En el fondo, son
personas que asumen la violencia y la interiorizan. Han sido tan dañadas que no
pueden reproducir el patrón de violencia con “los otros”. Llegan al grado de
convertirse en personas que se autodestruyen, porque la violencia de la que han
sido objeto parece haberles grabado en lo más profundo de su mente: “no eres
nada” (perdón por la doble negación, pero así es como se entiende usualmente).
No quisiera
generalizar, porque hay víctimas-victimarios. Pero los casos que refiero
parecen los más graves, los que se acercan más a la muerte que “adorna” los
titulares de los periódicos (ese doble discurso que exhorta a
“educar” desde el hogar, pero transmite la violencia actual, accesible a
los ojos de cualquier individuo).
¿Qué ejemplo estamos
dando como adultos a la juventud de hoy? ¿Esperaremos en México a que las
personas violentadas se tornen en los “agresores”, como sucede en Estados
Unidos con los jóvenes que, torturados por la violencia recibida, desatan una
balacera en las escuelas tan solo para demostrar que “son algo”? Es un tema que
tiene muchas aristas. Yo insisto: una nalgada a tiempo ahorrará un
derramamiento de sangre. Un tema para reflexionar.
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