21 de mayo de 2019

137. El mar


Hubo un tiempo en el que caminé todas las mañanas por la playa buscando conchas para recogerlas y posarlas en mi oreja. Quería escuchar lo que el mar, lo más profundo del mar, tenía que decirme a mí, la loca del silencio a cuestas. Y tuve mi momento de epifanía.

         Es curioso cómo el universo se puede manifestar en una proporción áurea guardada en lo más profundo de la naturaleza, en lo más recóndito del mar, lejanía que no impide arrastrar esas figuras hasta la costa de cualquier playa y abrirse a la experiencia de escuchar para quien tiene la disposición de escuchar.
         ¿Qué secretos aguardan a la humanidad escondidos en la anatomía de una concha que habita al fondo del mar? Solo aquellos que saben escuchar con todos los sentidos saben a qué me refiero. El mar habla en su idioma, se manifiesta de muchas formas y puede cautivar o hacer enloquecer.
         La primera imagen que tuve del mar fue en mi primera infancia. Aunque sola, veía a otras mujeres cubiertas con grandes túnicas (hoy sé que se llaman burkas) a la orilla de la playa, sin siquiera percibir la frialdad del agua que rebosaba con la fuerza de las olas.
         Miraba sus ojos porque era lo único visible, pero en ellos se apreciaba esa inmensidad que tiene el mar, azul claro, azul profundo, azul grisáceo o mezclado con marrón cuando las aguas estaban muy revueltas. Pero esos ojos no dejaban de amar el mar, aunque no tuvieran la experiencia de acariciarlo.
         Años más tarde el mar se entregó a la furia de sus pensamientos y alborotó las aguas invocando al viento. Murieron miles. Los cadáveres flotaban por toda la costa, en la ciudad, entre las calles. Le llamarón tsunami, una manifestación de los demonios que habitan en lo más profundo del mar.
         Tal vez ahí se perdieron sus palabras. Tal vez ahí aún habita el corazón que para mí dejó de latir a este compás que me consume. No sé si era amor. Nunca lo supe. Eran unos ojos color de miel que me miraban cada mañana a través de una ventana incrustada en un edificio contiguo.
         Jamás supe su nombre. Jamás una palabra, ni siquiera el sonido de su voz. Por eso décadas han transcurrido que me han visto caminar por la playa cada mañana, recogiendo caracoles, acercándolos a mi oreja para escuchar qué tiene qué decir el mar en medio de su furia, ahí desde lo profundo, donde quizás aguarde el nombre de esos ojos que me miraban.
         Cuando suceda lo que ha de suceder, cuando suceda, mi propio nombre se volverá silencio porque este cuerpo atrapado entre grafías morirá entre cenizas que se pierden con el viento en el desierto.

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