22 de mayo de 2019

141. La solitud


Hay soledades que pueden ser experiencias positivas porque nos permiten estar con nosotros mismos para apreciar (y valorar) nuestra existencia. No son experiencias frecuentes debido a que los tiempos modernos se empeñan en reforzar las relaciones de codependencia, por más tóxicas que estas sean.

         Sin embargo, hay otro tipo de soledades que resultan una experiencia negativa, incluso cuando hemos acogido nuestra propia soledad para encontrarnos. Más que un espacio físico, la solitud es una sensación de estar en una circunstancia desierta, un limbo donde nadie más puede penetrar, pero del cual tampoco podemos salir.
         El pozo es una buena analogía para entender la solitud. Se trata de un espacio donde nadie más puede ingresar, pero del cual tampoco podemos escapar. Causa angustia e incluso el espacio cerrado puede derivar en claustrofobia, con la única esperanza que nos ofrece la luz que vemos en la boca del pozo.
         La solitud, en contraste, se trataría más de un espacio abierto, como el desierto, cuya inmensidad puede resultar abrumadora cuando nos sabemos solos en medio de la nada, sin un punto de referencia para ubicarnos y saber hacia dónde ir.
         Hay momentos en la vida en los que nos enfrentamos a la solitud (ese sustantivo que ha caído en el desuso, a pesar de su recurrencia inconsciente en el mundo moderno). Algunos no logran asimilar la inmensidad de ese tipo de soledad que llega a lastimar. Porque uno puede estar bien en su soledad, cuando se trata de la experiencia de estar bien consigo mismo.
         El matiz que se inclina hacia lo negativo viene cuando se está bien consigo mismo, pero el sí mismo no basta para la existencia y es entonces que uno puede llegar a enfrentarse a esa soledad que se cierne sobre uno de manera casi asfixiante, abrumadora, angustiante, con esa idea infundada de que no hay salida en un espacio abierto que nos oprime.
         Ya he dicho que mi refugio es la mesa de un bar, escondida en un rincón, observando a “los otros” para seguir aprendiendo de la naturaleza humana. Mi primer refugio es ese espacio al que muchos llaman hogar. Mi hogar es más un espacio en abandono, pero sirve para los mismos fines prácticos de dormir, comer, protegerse de las inclemencias del tiempo.
         Ermitaña podría ser, aunque no me niego al contacto humano. Vivo en soledad, sí, y también he experimentado la solitud. Pero estoy viva, aunque reniegue de la vida porque no tenga voluntad para vivir ni para existir. Esto que soy es producto de mi batalla con la solitud, con los monstruos que emergen del espejo cada mañana para decirme que estoy viva a pesar de mí.

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