23 de mayo de 2019

143. La calle


Largas, breves, con hermosas casas con patio al frente, repletas de edificios con rascacielos, con más lotes baldíos que viviendas, pavimentadas en concreto asfáltico, concreto hidráulico, adoquín, cantera, piedra, grava o simple tierra, con banquetas o sin ellas, luciendo hileras de arboledas o vacías de vegetación como en las grandes urbes mal planeadas, iluminadas o sin un solo poste de electricidad, repletas de cables de servicios o apostadas bajo la inmensidad de un cielo azul profundo, en medio de la guerra o gozando el privilegio de la paz.

         La calle es parte de un entorno que nos configura como individuos desde nuestros relatos en trayectos cotidianos. La calle nos forma en la vida, para bien o para mal. En la calle se vive la vida y también se pierde. Curiosamente las calles que más transitamos son las que menos recuerdos nos traen. Aquellas memorias que involucran una calle son las que vivimos en la infancia, porque en ellas depositamos la inocencia de creer.
         Las calles, desde que son calles, han dado un orden al desarrollo de la civilización en la conformación de las ciudades, porque se trataba de espacios donde pudiera transitar el peatón para trasladarse de un punto a otro con mayor facilidad. Su importancia fue tal que con el desarrollo de la ingeniería se pudieron modernizar las antiguas calles de tierra y grava por complejas estructuras de varias capas, como ocurrió con los caminos de Roma, muchos de los cuales aún existen a pesar de tener más de dos mil años.
         Hay quienes también hemos sido hijos de la calle: porque ahí pasamos la mayor parte del tiempo, porque no tenemos un hogar, porque este sistema que rige nuestra época nos obliga a volver a casa solo para dormir, porque en la calle también está la vida y nos nutre el movimiento del mundo más que el claustro del hogar.
         En el fondo la calle te curte de muchas formas. Ahí tenemos nuestras primeras caídas (tal vez con algunas fracturas) y aprendimos que no es prudente andar en patines en una pendiente. Ahí jugamos y conocimos la convivencia con otros hijos de la calle, sumidos en la diversión hasta que oscurecía y escuchábamos el llamado a casa. En la calle también vivimos la violencia que marca nuestros tiempos y nos abruma. En la calle hemos visto la vida y la muerte de muchas maneras.
         Me declaro hija de la calle, primero por orfandad. La calle me enseñó que la vida tiene un valor en su misterio, aunque yo renuncie a la vida y la existencia. En la calle aprendí de la solidaridad y la indiferencia, de la empatía y la agresión. Entendí que la calle también es un repositorio de memorias y se roban un poco de nosotros para cobrar sentido más allá de su traza. Finalmente una calle también está expuesta a morir en el silencio.

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