Se ha dicho que la riqueza de un
pueblo está en la calidez de su gente. Una verdad de perogrullo que no aplica
en todos los casos porque cada persona es diferente. Siento que la calidez se
encuentra en personas muy peculiares, normalmente inolvidables.
Hay
personas que te lo dicen todo con la mirada, que desde los ojos proyectan su
energía en ti y, de haber conexión, guardan el vínculo con una sonrisa que se
quedará grabada en la memoria. Hablo de esas personas a las que considero
cálidas y que desde la mirada te transmiten la calidez de su ser, de su
esencia, de su energía.
Son
personas que con mayor frecuencia expresan su calidez a través del tacto. Sus
abrazos son tan intensos que parecen juntar todas tus piezas y sacarte el
malestar emocional con un suspiro que se nos escapa con el abrazo.
Saludan
con firmeza, con un apretón de manos que no llega a lastimar, pero que imprime
confianza a las otras personas, como si sus manos dijeran “aquí estoy para ti y
me da mucho gusto que tú también estés aquí”.
Su
sonrisa contagia y su risa puede generar una reacción en cadena que se desborda
en muestras de confianza y sinceridad, como si inauguraran un espacio íntimo
donde podrías hablar de todo aquello que te acongoja para dejarlo salir y
trascenderlo hacia un estado positivo.
Presencias
así son poco frecuentes, pero existen, van por la vida con sus propios
pensamientos y, de pronto, el reconocimiento de un vínculo despierta esa
calidez que les caracteriza. Se desbordan en muestras de afecto sin llegar a
incomodar. Se trata de un afecto espontáneo, que no se planea. Un afecto
cargado de sinceridad.
En
ocasiones, este tipo de personas también muestran su calidez a través de los
alimentos y en cada receta añaden una pizca de afecto que, al primer bocado,
pueden despertar en nosotros emociones contenidas.
Esa
sensación la he experimentado una sola vez en la vida. Me encontraba en un
restaurante, sola, como acostumbro. Pedí un plato de picadillo con arroz rojo.
El platillo no llamaba la atención en el menú, a diferencia de otros platillos.
Estaba al final de una larga lista ilustrada con sus costos respectivos.
Al
primer bocado fue como ver a mi madre tal como la recuerdo en mi infancia, con
su delantal de muñeca y su larga trenza de cabellos castaños. Me recordó sus
brazos, el aroma de su pecho, la calidez en sus abrazos, incluso el tono de voz
en sus palabras.
Y
lloré con ese único bocado. No podía masticar de tantas emociones que me había
despertado. Pregunté quién había preparado mi plato. Se trataba de una señora
obesa, redonda, muy sonriente, con su delantal de flores de girasol. Su mirada
transmitía la paz que me devolvió su comida. Le pedí un abrazo y fue todo lo
que necesité para juntar mis piezas luego de años de ser un escombro.
Personas
así te llegan a curar la existencia.
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