Las luces de neón se han apagado
ya hace rato con el remanente de la última balada. Las colillas de cigarros
(torcidas, aplastadas bajo el peso de las suelas, algunas aún con rastros de
oralidad) se dispersan sobre el callejón como manto estrellado para formar constelaciones
entre abrazos rotos.
A
unos metros, el sonido de unos pasos que trastabillan en su andar. La risa
ebria. El rumor de unas prendas que se deslizan. Alguien tararea lo que parece
una canción de cuna. Canta para sí, con la garganta cerrada, apenas audible el
hilo de voz que emerge de entre los labios.
A
unos pasos, junto al contenedor de basura, comienzan a llegar ratas, gatos y
perros callejeros para abrir las bolsas y, con suerte, encontrar un ala de
pollo, un trozo de pan, algún resto de alimento que aminore la ansiedad y el
hambre en las entrañas. Al fondo, como en otra dimensión, repican las campanas
del templo anunciando las cinco de la mañana.
Sus
manos se han desprendido del esmalte que horas antes decoraba la punta de los
dedos. Apenas se perciben algunos fragmentos de color sobre las uñas, que ahora
rascan el concreto cual si fuera el lomo de un felino en espera de caricias.
Los
ojos parecen no mirar ese momento: los cabellos revueltos sobre el piso, la
blusa desgarrada en una de sus mangas, la falda de cuero abierta a la gracia de
la noche, los pies aferrados por el borde a unos zapatos más desgastados que el
talón de unas medias ya corridas. Adjetiva sombra. El mutis que respira el
latido no nombrado.
Todo
esto transcurre al tocar la última campanada, a lo lejos, en un eco de la
iglesia con su altar a la Virgen del Carmen y su manto azul silencio, a unas
cuadras, ahí donde las calles desconocen quién reposa junto a la puerta del
bar, con cucarachas que anidan entre los cabellos, el púrpura violento aferrado
a la extensión de piel, los ojos noche sin párpados que den sosiego a la
mirada.
Vacía
desde que vino al mundo y en los años transcurridos, su existencia yace en el
umbral que divide la memoria del olvido. Su cuerpo apenas contiene la fuerza
suficiente para continuar latiendo. Por dentro se repite “No más” en un acto de
piedad hacia la vida.
Se
abandona al susurro de la noche, derramada en los rincones, ahí donde la luz no
alcanza a penetrar. Aún puede sentir el aliento a alcohol que le recorre
serpentario y se desliza entre las grutas y cavernas que ha creado la oquedad
de su cuerpo.
Unas
manos gruesas, ásperas al tacto, rodeándole el cuello con tanta presión que han
dejado huellas para no olvidar y, sin embargo, olvida: el rostro, el nombre, el
tono de voz entrecortada, la marca de cigarros y la textura de su chaqueta. Su
mente es la neblina que oculta el misterio de la vida.
Horas
antes, la música horadaba su cabeza en una sinfonía discordante. Huía de las
luces de colores y el aroma de los cuerpos en danza primitiva sobre la pista.
En sus venas había tanto alcohol que apenas alcanzaba a distinguir el vaso que
sostenían sus manos.
El
cabello se derramaba sobre el rostro mientras los ojos miraban el eco dentro,
llamándole a gritos apenas perceptibles en medio del estruendo. Apoyada sobre
su costado en alguna pared, era una desconocida en un lugar desconocido que
había bebido demasiado.
Por
un instante pensó en todos los rostros que había conocido, sus voces, el aroma
que desprendían cada vez que los cuerpos se acercaban, sus nombres y el latido
correspondiente al evocarlos. Había que olvidar.
En
algún momento de la noche unas manos sujetaron su cintura y la condujeron a la
calle. El aire fresco penetró sus pulmones y se dejó caer sobre el pavimento
para vomitar la ansiedad de seguir viva. Y vomitó los rostros, los nombres, los
aromas y palabras acumuladas al cabo de los años.
Vomitó
el silencio, la tragedia, el corazón entero que además de latir no tenía mayor
propósito. Luego el jalón de cabellos, el golpe de nudillos en la extensión del
cuerpo, las manos cerrándose alrededor de su garganta y una voz que decadente
se repetía “Que acabe pronto”.
Y
a pesar de todo, seguir viva, aferrada a una existencia carente de motivo.
Viva, con el peso de una suerte no gozada por las miles de mujeres cuyo aliento
se perdió entre la violencia. Viva, con el remordimiento de haber sobrevivido.
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