15 de junio de 2019

166. La violación


Las luces de neón se han apagado ya hace rato con el remanente de la última balada. Las colillas de cigarros (torcidas, aplastadas bajo el peso de las suelas, algunas aún con rastros de oralidad) se dispersan sobre el callejón como manto estrellado para formar constelaciones entre abrazos rotos.

         A unos metros, el sonido de unos pasos que trastabillan en su andar. La risa ebria. El rumor de unas prendas que se deslizan. Alguien tararea lo que parece una canción de cuna. Canta para sí, con la garganta cerrada, apenas audible el hilo de voz que emerge de entre los labios.
         A unos pasos, junto al contenedor de basura, comienzan a llegar ratas, gatos y perros callejeros para abrir las bolsas y, con suerte, encontrar un ala de pollo, un trozo de pan, algún resto de alimento que aminore la ansiedad y el hambre en las entrañas. Al fondo, como en otra dimensión, repican las campanas del templo anunciando las cinco de la mañana.
         Sus manos se han desprendido del esmalte que horas antes decoraba la punta de los dedos. Apenas se perciben algunos fragmentos de color sobre las uñas, que ahora rascan el concreto cual si fuera el lomo de un felino en espera de caricias.
         Los ojos parecen no mirar ese momento: los cabellos revueltos sobre el piso, la blusa desgarrada en una de sus mangas, la falda de cuero abierta a la gracia de la noche, los pies aferrados por el borde a unos zapatos más desgastados que el talón de unas medias ya corridas. Adjetiva sombra. El mutis que respira el latido no nombrado.
         Todo esto transcurre al tocar la última campanada, a lo lejos, en un eco de la iglesia con su altar a la Virgen del Carmen y su manto azul silencio, a unas cuadras, ahí donde las calles desconocen quién reposa junto a la puerta del bar, con cucarachas que anidan entre los cabellos, el púrpura violento aferrado a la extensión de piel, los ojos noche sin párpados que den sosiego a la mirada.
         Vacía desde que vino al mundo y en los años transcurridos, su existencia yace en el umbral que divide la memoria del olvido. Su cuerpo apenas contiene la fuerza suficiente para continuar latiendo. Por dentro se repite “No más” en un acto de piedad hacia la vida.
         Se abandona al susurro de la noche, derramada en los rincones, ahí donde la luz no alcanza a penetrar. Aún puede sentir el aliento a alcohol que le recorre serpentario y se desliza entre las grutas y cavernas que ha creado la oquedad de su cuerpo.
         Unas manos gruesas, ásperas al tacto, rodeándole el cuello con tanta presión que han dejado huellas para no olvidar y, sin embargo, olvida: el rostro, el nombre, el tono de voz entrecortada, la marca de cigarros y la textura de su chaqueta. Su mente es la neblina que oculta el misterio de la vida.
         Horas antes, la música horadaba su cabeza en una sinfonía discordante. Huía de las luces de colores y el aroma de los cuerpos en danza primitiva sobre la pista. En sus venas había tanto alcohol que apenas alcanzaba a distinguir el vaso que sostenían sus manos.
         El cabello se derramaba sobre el rostro mientras los ojos miraban el eco dentro, llamándole a gritos apenas perceptibles en medio del estruendo. Apoyada sobre su costado en alguna pared, era una desconocida en un lugar desconocido que había bebido demasiado.
         Por un instante pensó en todos los rostros que había conocido, sus voces, el aroma que desprendían cada vez que los cuerpos se acercaban, sus nombres y el latido correspondiente al evocarlos. Había que olvidar.
         En algún momento de la noche unas manos sujetaron su cintura y la condujeron a la calle. El aire fresco penetró sus pulmones y se dejó caer sobre el pavimento para vomitar la ansiedad de seguir viva. Y vomitó los rostros, los nombres, los aromas y palabras acumuladas al cabo de los años.
         Vomitó el silencio, la tragedia, el corazón entero que además de latir no tenía mayor propósito. Luego el jalón de cabellos, el golpe de nudillos en la extensión del cuerpo, las manos cerrándose alrededor de su garganta y una voz que decadente se repetía “Que acabe pronto”.
         Y a pesar de todo, seguir viva, aferrada a una existencia carente de motivo. Viva, con el peso de una suerte no gozada por las miles de mujeres cuyo aliento se perdió entre la violencia. Viva, con el remordimiento de haber sobrevivido.

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