30 de junio de 2019

181. El domingo


En la tradición judeocristiana, el séptimo día Dios se dedicó a contemplar su creación y descansó. Actualmente entendemos ese día como el domingo, aunque hemos olvidado que el domingo es considerado el primer día de la semana, por ello los judíos utilizan el sábado como el día de reposo.

         Lo anterior no omite el hecho de que en nuestros días el domingo se dedique al descanso, en la mayoría de los casos, pues hay empresas que laboran los 365 días del año e intercalan sus días de descanso al distribuirlos entre el personal a su disposición con guardias para cada turno.
         El domingo tiene aroma a familias y mercados, a televisores encendidos y el horno de la casa encerrando deliciosos platillos con sazón de hogar. Tiene aroma a carnes asadas y cervezas bien heladas o infusiones calientes según la temporada del año. Tiene aroma a productos frescos y coloridos que uno encuentra en los tianguis que se instalan en las calles exclusivamente este día, con precios que permiten a las familias ahorrar unas monedas para el gasto cotidiano.
         Hubo un tiempo en que mis domingos comenzaban a las siete de la mañana. El café de costumbre, aunque dos horas más tarde, a con la luz del sol filtrándose por la ventana. Luego acudir a misa de nueve, salir una hora más tarde y hacer las compras en el mercado (dos docenas de claveles rosas y salmón, media pechuga de pollo, en ocasiones carne molida, cebollas, pimientos, champiñones, brócoli, naranjas, toronjas, kiwis, queso, miel y otras delicias de temporada).
         Más tarde, alrededor del mediodía, llegar a casa con la inspiración para cocinar algo íntimo y mientras los aromas se desprendían al calor del fuego, haber labores domésticas para dar mantenimiento usual a la casa. Una vez hecha la comida, sentarse a la mesa escuchando algún disco empolvado y recordar otros tiempos, lavar los platos y sentarse en el sofá a ver alguna película mientras veía la tarde caer en la ventana y continuaba mi tejido semanal.
         Hace muchos años que esa rutina cambió en mi vida. Como todos los días, despierto a las cinco de la mañana para pensar en medio del silencio que impera a esa hora de la madrugada. Escucho el pasar del tren, algunos automóviles que circulan a esa hora, veo las primeras luces de la mañana en tonos púrpuras y luego azules hasta llegar a un amarillo intenso.
         Preparo mi taza de café, a veces añado una cucharada de azúcar morena. Enciendo la lámpara de la sala en mi sillón favorito, enciendo el estéreo y escucho algún disco olvidado en el reproductor. Escribo algunos pensamientos que me surgieron durante el sueño y al despertar, me baño, hago las tareas domésticas básicas (ya ni siquiera me esfuerzo en que todo quede reluciente) y al dar las once de la mañana tomo mi morral y salgo al expendio a comprar alcohol para encerrarme en casa a beber durante el resto del día.
         No aspiro a nada. Mi domingo también es sagrado, a mi manera.

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