18 de junio de 2019

168. La estación


Hay numerosas historias de la vida cotidiana que desconocemos por nuestra ceguera para mirar los detalles simples de la vida. Nos hemos concentrado tanto en nuestras listas de cosas por hacer durante el día que olvidamos observar las cosas que ocurren entre uno y otro hecho, eso que forma parte de nuestra cotidianidad.

         He visto los besos más amorosos en las estaciones de autobuses que parten hacia otras latitudes. Quizás en esos besos cada uno deposita sus mejores deseos, con la esperanza de que los labios vuelvan a encontrarse, y en las maletas cargan con todos esos besos que tal vez no puedan darse durante un tiempo (quizá nunca más).
         La misma estación es testigo de otras partidas: maletas cargadas de sueños, como si fueran semillas que se pretende sembrar allá en el nuevo destino. Maletas con unas pocas pertenencias, huyendo de alguien (de algo), como en busca de un refugio lejos de donde se ha sufrido demasiado.
         Maletas listas para un tiempo de descanso lejos de todos aquellos factores que han afectado la salud mental y emocional de una persona. Maletas que se llevan un cachito de añoranza para compartirla con un ser querido en algún otro destino, alguien que quizá tiene años (décadas, tal vez) de no pisar su tierra.
         Quienes trabajan en las estaciones son testigos de estos actos que, para ellos, ya son cotidianos. Rara vez prestan atención, pues se han vuelto actos habituales sin mayor trascendencia. Son actos ajenos a su realidad. Y, sin embargo, son actos simbólicos de una humanidad que no ha perdido su sensibilidad.
         En otro tipo de estaciones, para los camiones urbanos y suburbanos, las historias pueden caer todavía más en la cotidianidad que rara vez llega a llamar la atención de los demás. Pero si uno mantiene los sentidos alerta, también puede ser testigo de este tipo de actos, desde el albañil que carga bajo sus brazos llenos de cemento una rosa para un amor, o tal vez la pañalera de una madre que sufre en silencio la ausencia de alguien más, la anciana que apenas puede con su dolor al caminar y nadie presta ayuda porque “ese dolor no es mío”.
         Recuerdo una estación de tren hace ya muchos años, tantos que hoy ya no existe. En aquel entonces había trenes cada cuarenta y ocho minutos aproximadamente. Iban y venían entre el norte y el sur, cruzando por numerosos paisajes que iban desde los bosques y selvas hasta el desierto y semidesierto, con toda la flora y fauna que caracterizaba al trayecto recorrido.
         En esa estación vi partir a una de las tres amistades que he tenido en vida. Se llevó consigo una pequeña cajita pintada a mano con motivos florales y, dentro, algunos detalles que representaron el vínculo de nuestra amistad. Una sola fotografía fue depositada en esa cajita.
         El tren descarriló. En esa estación perdí una parte de mí misma.

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