21 de junio de 2019

171. La madurez


No era bella, lo que se dice hermosa, ¿para qué fingir? Un poco vanidosa, hay que decirlo. Mis labios teñía de granada, de rojo bermellón la punta de los dedos. Abrí mi blusa debajo del pudor, modesta falda (tres dedos sobre la rodilla); los párpados cerrados a la entrega del color.

         La piel de barro, morena firme; sonrisa de coral; la lengua de frescura, más húmeda que el agua, y el pecho de colmena abierto a otro zumbar en boca ajena.
         Fui coqueta en los kilómetros de piel, en la ligereza de mi andar, en el vaivén arcaico de mis ansias.
         Quizás amé, lo que se dice “amar”, con todo el corazón en trizas. Y cada triza curó la herida, abierta al goce de las agonías.
         Amar lo que se dice amar tal vez lo fue o tal vez no. Si pudiera definirlo, no podría. Habría que adjetivarlo con palabras chocantes a los premios literarios. ¿Situacional? Circunstancial, quizá.
         Ni Bukowski, ni Oscar Wilde ni la Beauvoir. Carnal, un poco; espiritual, no sé; freudiano, al fin y al cabo, sin pulsiones reprimidas.
         Pero me río de mí,         de la loca en sobriedad, la que no conoce a Dios rechinando en los goznes de la cama; la que tuvo escondida una palabra en los pliegues de la más bella sonrisa (vertical la cornisa de alabastro) que al final cederá con el dolor de encía en las horas más sobrias de la vida.
         Fue de viento mi palabra arcaica, de viejo roble quemado en el hogar, una triste llamarada, inútil en mi intento de alumbrar. Tal vez la juventud (efímera silueta, vigor anclado en breve trecho) soñaba tanto con volar que huí de mí, de lo que soy, de la sombra recortada en la vejez y me aferré a la novedad.
         En el silencio, abrí mi cuerpo a la gracia de la noche, eterna, amante, soñadora, de yegua mi silueta andante, la piel mojada en la batalla (el duro testimonio de la cama) con surcos arados por el beso.
         Fui mujer, la lluvia derramada en un pubis-telaraña; fui la yunta y el campo a germinar, la rosa abierta a la frescura, la fruta que madura al alba. Pero tanto volar cansa y el verano cede el paso a la primera cana.
         Porque con “ser” no basta, hay que llegar a “ser” (¿qué “ser”?) en la aventura de estar viva, con voluntad, suficiente para jubilarse y pagar las facturas del entierro. Que el impuesto no amaine la sonrisa, que el trabajo lo vence todo; así dicen, lo juran testamentos arrancados de la boca del cacique.
         Y uno aprende a escatimar centavos, regatea la felicidad (gratuita) con frecuencia inadvertida en la rutina. Mirar el cielo al ras del suelo, ansiar la estrella convertida en alba, abarcar el universo en un segundo; todo belleza, oculta a los ojos del sistema.
         Mi corazón, producto interno bruto; estas manos mías, el alza en la industria de la tierra; el hijo no parido, las letras ya aprendidas, el sueño errado en vocación; todo es una estadística donde no entra mi silencio. Y, sin embargo, se mide la tristeza con dos de cada tres, el hambre en seis de cada diez, el frío abismo de orfandad, los años recorridos, la carne trémula dispuesta en el altar.
         Así pues, ¿qué es la vida más que un número? Porque a mi muerte seré la suma de las muertes; perderé mi rostro, mi propio nombre, la experiencia guardada en estos ojos; mi cuerpo, un ave de ceniza; mi lengua, grafía que se lleva el viento; el “Yo”, un “otro” convertido en “esto”; mi sombra, un ente que no aporta al desarrollo.
         Porque al final de todo solo me queda el horizonte.

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