3 de agosto de 2019

203. El hambre


En este mundo en el que vivo una tercera parte de la población no tiene acceso a la alimentación, otra tercera parte no puede satisfacer la canasta básica y otra tercera parte, aunque cuenta con los recursos para alimentarse de manera integral, parece renunciar al alimento o desperdiciarlo.

         Recuerdo una narración de Franz Kafka titulada “El artista del hambre” (al menos esa fue la traducción que he conocido en castellano) que refleja un poco de lo que podríamos considerar en nuestros tiempos como un “atractivo” a partir de la anatomía que se moldea a voluntad.
         La gran hazaña de ayunar de forma prolongada por varias semanas y la curiosidad (o el morbo) de mirar un cuerpo que no ha sido alimentado en ese periodo, hoy se ha convertido en un culto de belleza en Occidente, donde ciertas siluetas se imponen sobre otras que ni siquiera eran conscientes de sus dimensiones.
         Tomar conciencia del cuerpo como espacio de representación también debería implicar analizar hasta dónde este cuerpo ha sido moldeado a partir de constructos sociales que nos han sido impuestos y de qué modo hemos hecho de este cuerpo algo individual y representativo de un “Yo” que no tiene un par.
         El hambre parece haberse vuelto una constante en este Occidente de cuerpos moldeados para ajustarse a una silueta “de consumo” y aunque los estudiosos del tema insistan en un sistema económico y la distribución inequitativa de las riquezas (que también influyen), no dejan de ser versiones creadas desde un escritorio que aún no ha conocido qué es, cómo se siente y cómo se vive el hambre.
         Es una sensación que te corroe por dentro mientras intentas entregarte a la vida, teniendo motivos o no, tan solo por el hecho de seguir con vida y continuar con el peso de las horas, en movimiento, evitando que esas mismas horas nos aplasten.
         He vivido el hambre. La he padecido. La he disfrutado. He encontrado un gusto macabro por esa sensación de vacío en el cuerpo a nivel orgánico que, paradójicamente, se refleja en un vacío a nivel espiritual que nos impide apreciar el valor de la vida y la existencia.
         El hambre es uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis del que habla la tradición judeocristiana. Tal vez no el peor (podría ser la peste), pero sí un mal agresivo que quizá responda a esa falta de sensibilidad y empatía de un Occidente enriquecido frente a un hemisferio (sur) que muere en vida.
         El hambre de vida debería ser motivación suficiente para vivir. Pero no lo es.

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