6 de agosto de 2019

212. La recaída


Hay cierto tipo de enfermedades que pueden prevenirse y, una vez que hicieron mella, también es posible prevenir un segundo embate. En cambio, hay otro tipo de enfermedades, usualmente de carácter mental, cuya complejidad impide prevenir una recaída, las cuales, de presentarse, llegan a ser más profundas y destructivas en cada ocasión.

         Pienso en el alcoholismo como un malestar propio del cuerpo y de la mente, una enfermedad que no solo destruye a la persona, sino a quienes le rodean, y en cada ocasión que se presenta una recaída, resulta más grave y más difícil reponerse.
         Se trata de una de las tantas enfermedades que no tienen cura. Hay que aprender a vivir con ellas a través del control y la fuerza de voluntad. Pero resistir bajo esas circunstancias implica retos personales que, solos, muy difícilmente se pueden conseguir e incluso logrados, es aún más complicado mantenerlos.
         Tal vez mi alcoholismo me ha llevado por otros senderos. De haber tenido familia, seguramente también estaría sola porque les hubiera alejado de mi lado, más por su bienestar que por el mío. Mi alcoholismo me ha conducido a una especie de soledad voluntaria, me recluyo en mí misma para evitar el contacto con los otros. Suficiente tengo con mis tragedias personales y este drama mental que terminará cuando suceda lo que ha de suceder.
         ¿He tenido recaídas? Sí, pero no propiamente en el alcoholismo, un malestar que he mantenido constante y al que me abandono por voluntad, porque no tengo algo qué perder. Finalmente la soledad no es tan mala compañera si se compara con el malestar que nos llegan a provocar ciertas circunstancias en la interacción con otras personas.
         No soy feliz, eso hay que reconocerlo. Nunca he aspirado a ser feliz. El resto de mis enfermedades mentales se han acuciado en cada recaída y lo único que han hecho es minar mi cuerpo en cada ocasión. Mientras tanto, permanezco en vida aborreciendo la vida y la existencia.
         Una recaída no es menos grave que su antecesora. Uno se entrega a los excesos sin medir límites, sin siquiera pensar en el riesgo al que nos hemos expuesto en la ocasión previa. Tocar fondo llega a convertirse en una costumbre, que salir también parece un acto natural, aunque la verdad siempre cuesta un mayor esfuerzo.
         Cada recaída es el riesgo de no tener la fuerza para reponerse. Y si esa ocasión se presta, si sucede lo que ha de suceder, la recaída será el silencio que se prolonga, un silencio propio en el que habita el descanso a nuestro propio malestar.

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