6 de agosto de 2019

210. La lisonja


Hace unos días releía algunos sonetos de Petrarca. En su momento debió ser un rayo de luz luego de varios siglos de poesía sacra en los que de pronto irrumpían versos mundanos en torno a una pasión terrenal, como en su tiempo debió serlo la Divina Comedia.

         En ambos casos, pero especialmente con Petrarca, me he puesto a pensar en las artes del cortejo en torno a un idilio con la finalidad de ganar “el favor” de otra persona, situación universal que ha sido experimentada por la mayoría de las personas a lo largo de la historia y que en muchos casos se ha traducido en creaciones artísticas que han sobrevivido para la posteridad.
         A todo esto nos referimos al hablar de la lisonja, definida en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española como “alabanza afectada para ganar la voluntad de alguien”. Muchos pensarán que solo se trata de poesía amorosa que se puede citar fuera de su contexto y en parte es cierto.
         Pero la lisonja, en especial en la literatura, va más allá. Se trata de interpretaciones individuales en torno a dos personas y un sentimiento que forman una especie de bomba. El amor puede ser una mecha muy corta y, de encenderse, explotar en múltiples sentimientos de una intensidad que incluso algunos pueden causar daño.
         Recuérdese el ejemplo de William Shakespeare en “Romeo y Julieta”, una mecha muy corta que llevó a los amantes a la muerte, sin que el amor llegara a consumarse en vida. Tal vez es parte de la herencia que nos dejaron los poetas renacentistas, quienes nos ofrecieron una visión un tanto trágica del amor y la lisonja derivada: venían de un periodo marcado por la peste que seguramente generó muchas historias de amor no consumado ante la inminencia de la muerte.
         Laura y Beatriz, las personas objeto de lisonja en los sonetos de Petrarca y en los versos de la Divina Comedia, respectivamente, son también representaciones de esa luz a la que se aspira en un estado de enamoramiento, una luz que se puede extinguir como la llama de una vela ante cualquier suspiro, y en esa fragilidad conservan la idea de la inminencia de la muerte.
         Sor Juana Inés de la Cruz, aunque mujer, también escribió sobre la lisonja. Y preciso “aunque mujer” porque a menudo se hace referencia a los poemas escritos por los hombres en torno a la lisonja, ideal que refuerza la fragilidad de la mujer, su pasividad y su concepción como objeto (inalcanzable en algunos casos), mucho más que una persona con voluntad.
         ¿He sido objeto de lisonja? Nunca. Ni he recurrido a ella en un estado de enamoramiento. Este corazón de veneno no sabe de cursilerías.

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