Recuerdo un viaje que hice hace
muchos (bastantes) años a un pueblo cercano a la costa francesa, un pueblo que
aún vive a partir de las actividades primarias de la economía, aunque todavía
no explota su potencial con el valor agregado a sus productos del campo.
Si
mi memoria no me falla, fue un viaje corto, apenas duraría unos nueve o diez
días, pero en ese lapso fueron frecuentes las escenas de hatos ganaderos
pastando en las extensas praderas bajo un tibio sol de verano (de un tibio
atípico para ser verano cerca de la costa).
Yo
era la acompañante. Lorena me había pedido no dejarla sola en ese viaje de
vuelta a su pueblo para el sepelio de su madre. Llegamos una tarde en que las
vacas y los borregos corrían en esos prados de un verde intenso que jamás he
vuelto a ver, balando alegres de su libertad para correr en kilómetros y
kilómetros de pastizales crecidos con las lluvias recientes.
Lorena
acudió a los servicios funerarios y atendió a las formalidades del ritual para
recibir a otros familiares, el pésame, las lágrimas, los abrazos y palabras de
afecto, solidaridad y sororidad ante la pérdida. Solo yo sabía que era mera
formalidad y que Lorena no sentía en lo más profundo la pérdida de quien le
había traído al mundo.
Así
transcurrieron los primeros tres días hasta que el nombre de su madre fue
inscrito en la lápida colocada sobre la tumba. La mañana del cuarto día,
despertamos temprano al tibio sol de verano, nos vestimos y salimos de casa
para correr como las vacas en medio de los pastizales, riendo con los brazos
abiertos para sentir el aire que se colaba entre los dedos e imaginando que los
brazos eran alas que se desplegaban para alzar el vuelo.
Cansadas
de la carrera, nos recostamos en algún punto de esas praderas, entre las vacas,
y nos dedicamos a contemplar el cielo y las nubes que pasaban en ligeros
movimientos. Ignoro lo que pensaba o sentía Lorena en esos momentos. Me
concentré (y lo recuerdo como si fuera ayer) en las vacas, los borregos y las
cabras que nos rodeaban pastando a unos metros de nosotras.
Dos
o tres pastores también se habían recostado cerca mientras echaban un ojo a sus
rebaños. Y entonces se presentó la epifanía: la humanidad como un rebaño que
obedece a líderes que no son líderes, sino custodios que vigilan que el rebaño
se mantenga dentro de su campo de visión para seguirle explotando a partir de
lo que es capaz de producir.
Sé
que mi reflexión es más sensitiva que lógica o experimental. Nada tiene de
científico ver a un rebaño pastar en las praderas y de pronto ser consciente de
que ese rebaño es una analogía de la humanidad que vive sometida a los
designios que dispone el pastor.
Huí
del rebaño. Me llamaron loca, bestia, bruja, rebelde feminista, falso intento
de ser hombre. Y me callé, pero el que calla no siempre otorga. Hay silencios
que significan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario